El
sol incidía sin compasión sobre la tierra seca y el frío alzaba las armas en su
defensa, estúpida batalla donde solo sobreviviría la muerta huella de sus pisadas. No eran muchos los viandantes, y bastantes menos las personas, que
giraron, de repente, sus cabezas, fruto de esa curiosidad innata que durante
toda la vida hemos aprendido. Los gritos de ¡Al
ladrón, al ladrón! consiguieron que hasta los bancos torciesen levemente su
figura en búsqueda del fugitivo, tratando en vano de prestar una ayuda para la
que no fueron diseñados. Tardó en percatarse de que se hallaba en el centro de
todas las miradas, le agarró con fuerza las manos y suplicó ser atrapado por
el viento, confiado de que éste pudiese librarlo de la vergüenza que sentía. Había vuelto a hacerlo, se reía de él, de su miedo al ridículo, a ser el centro de
algo tan insignificante como la atención de algunos desconocidos. Fue entonces
cuando descubrió que sólo superaría aquel miedo si devolvía lo robado, así que la besó de nuevo.