10 de julio de 2015

Docencia y respeto

            Son las doce de la mañana de un día cualquiera, laborable, en la vida de un alumno/a medio, calificativo del que se jactan los pedagogos pero que difícilmente se logra identificar. Su mirada se pierde por la ventana, a pesar de que quizá no se halle siquiera cerca de ella, jugando a imaginar que el recreo se hubiese prolongado un poco más en el tiempo, suspira por no haber terminado el partido, la remontada estaba cerca, o quizá haya dejado a medias una interesante conversación sobre unos sueños que los adultos tratan de arrebatarle. Sus pensamientos se diluyen entre los rayos de sol que entran por la ventana y le cuesta bastante prestar atención a eso que el profesor/a intenta explicarle, poco importa la materia concreta de la que se trate. Poco tardan en llamarle la atención, que si siempre está igual, que si tiene que atender, que si, por favor, deje de dibujar en la libreta, que si no le da vergüenza, a su edad. Rutina en forma de palabras que ya poco significan para él/ella, las ha hecho costumbre, las tiene tan interiorizadas que a veces percibe cómo se van apoderando de sus inquietudes, las escucha tantas veces que piensa que son verdad, y se reprocha a sí mismo/a, hay que cambiar, lo sabe.

            Sabe, y además perfectamente, que su labor como estudiante no es otra que la de estudiar, ¿no lo dice acaso la propia palabra? Sin embargo, a veces, no consigue adivinar si bajo esa fachada en forma de palabras se esconde algo así como el aprendizaje, o si, por el contrario, no es más que simple memorización. Siempre ha pensado que la escuela estaba ahí para que pudiese aprender, pero solo le piden que grabe y reproduzca pensamientos anquilosados, polvorientos, obsoletos en multitud de ocasiones. Por mor de la verdad, hemos de decir que se trata, a pesar de la situación descrita, de una persona inquieta, lector/a habitual de artículos de actualidad que, las pocas veces que alguna temática interesante aparece en clase, intenta aportar, preguntar, aunque ello suponga que la autoridad, de la que muchos docentes se jactan, sea puesta en evidencia, penda de un hilo. Pero recibirá siempre las mismas respuestas acerca de la impertinencia de sus intervenciones, las salidas de tono en las que le dicen algo así como que debería emplear más tiempo en estudiar, en lugar de pensar en esas idioteces.

            Mentiríamos también si dijésemos que no está ya un poco cansado/a de toda esta parafernalia educativa de la que no se siente partícipe, sino espectador, y además sentado al fondo de la obra, sin papel en ella, harto/a de ver cómo se repite en todas y cada una de sus etapas escolares. Tiene que ser responsable con su educación, ocuparse de la labor que le toca, eso le dicen, y le irrita, es cierto, porque no puede evitar pensar por qué no le exigen lo mismo a sus docentes.

            ¿Cuál es, entonces, la responsabilidad del profesor/a? Los tiempos han cambiado, qué duda cabe, y sería absurdo, ilógico, imperdonable, que siguiésemos empleando los mismos métodos educativos que hace años, cuando la autoridad del profesorado era incuestionable, cuando el alumnado era la materia prima dentro de una cadena de montaje que buscaba la uniformidad, que mataba los pensamientos discordantes, la creatividad y la vida, en su máxima expresión, de muchos de sus alumnos/as. Debemos darnos cuenta de que la Educación no consiste, al menos no únicamente como se ha venido pensando, en un proceso unilateral de enseñanza por parte del profesorado, sino que se trata de un procedimiento mucho más enriquecedor, caracterizado por su bilateralidad, su retroalimentación, de enseñanza-aprendizaje, donde alumnado y cuerpo docente deben tomar parte activa para que el éxito pueda alcanzarse. No me tachen de utopista, que todavía no he dicho que sea fácil, ni lo haré, pero creo que, y quedaré contento si con este artículo logro conseguir al menos que se lo replanteen, es fundamental redefinir la labor del docente dentro de este proceso. No basta con ir a clase y contar lo que uno sabe, no sirven las lecciones magistrales como portadoras de una valía intrínseca. Vuestra labor, docentes, es que el alumnado aprenda, así que hagan todo lo posible para conseguirlo.

6 de julio de 2015

La playa

            Y la vi justo ahí. Tenía intacta toda esa inocencia de la que yo, a estas alturas de la vida, ya carecía. Jugaba a construir no sé muy bien qué con una pequeña pala, una de esas con las que todo el mundo alguna vez ha imaginado ser arquitecto. También he perdido ya los pocos restos de esa paciencia infantil que aquella niña derrochaba por los poros. Nada, no le importaba absolutamente nada estar repleta de arena y sal, no sé si a partes iguales, y yo sigo sin saber muy bien cómo quitarme de encima toda esta apatía que me ha inundado los segundos de unos días que se me están amontonando; no sé muy bien qué hacer con ellos, temo que puedan caer sobre mí y ahogarme, aunque es cierto que cada vez me va costando más respirar con soltura.

(Por Alicia Muñoz

            La miraba con una mezcla de curiosidad y añoranza de mí mismo. Pienso en lo que significaría en mi vida eso de ser padre, de tener a una pequeña personita bajo mi responsabilidad. Me abruma y tengo que dejar ese pensamiento, quizá vuelva en otro momento; aunque no lo creo, la verdad. Lo de echarme de menos es una escena que se repite cada mañana cuando me miro en el espejo; bueno, seré sincero, son pocas las veces que realmente consigo sostenerme la mirada. No me reconozco. No sé muy bien quién soy, ni qué me hace ser el mismo, me cuesta seguir pensando que existe algo perenne a lo que pueda llamar ‘yo’, esto de la identidad siempre me ha desconcertado.

            Quizá algo de mí se queda en ese otra realidad tras el espejo cuando me observo sin verme, quizá una pequeña parte de todo lo que te quería se fue quedando en los reflejos de mis sueños sobre tus pupilas, en cada una de las miradas fugaces que te lanzaba desde detrás de mis miedos. Tal vez, por eso, al mirar a la pequeña jugando tan feliz en la arena, ajena a todo lo que me pasa, me pregunto quién soy, me convenzo de que no fui yo quien te alejó de mí. Me tranquiliza pensar que ya no soy el mismo, no me martirizo por haberte dejado marchar, porque no fui yo, al menos no el de ahora.