28 de septiembre de 2011

Pequeños momentos de amor


  • ¡Sigue, sigue! – gritaba. Hacía tiempo que no podía disminuir el tono de su voz.


Ella era impresionante. Después de mucho tiempo buscando, había conseguido encontrarla. Sus ojos, aquellos ojos verdes que tan fijamente le miraban en aquel momento, eran el culmen de una preciosa cara, en la que algunos pelos se pegaban debido al sudor. Comenzó a ver como aquellos tiernos labios se acercaban a su cuello, entre ellos floreció, de improvisto, aquella lengua causa de sus delirios, para humedecerlos y luego besarle dulcemente. Mientras tanto, sus caderas no disminuían el ritmo, al borde del desenfreno, mientras él le sujetaba la cintura entre sus manos.

Le encantaba contemplar aquel cuerpo desnudo, poco le importaba ya que sus medidas no se amoldasen a los patrones habituales, ella era lo que siempre había buscado, le hacía sentir especial cuando estaban en la cama. No tenía tapujos, y sus mentes echaban a volar hacia mundos de fantasías que se mezclaban, con lo que nada era imposible para ellos. Además le aportaba la conversación que tanto había deseado, preguntando siempre en los momentos adecuados, respondiendo solo a lo que debía responder y preocupándose en la justa medida por él, sabiendo que ella solamente era una parte de su vida.

Absorto y un poco perdido en sus pensamientos, le sorprendió la nueva embestida y terminó agotado, abrazándola, sintiéndola muy cerca de él, hasta el punto en que sus corazones se acompasaron, y formaron una única piel entre la que resbalaban, como jugueteando entre ellos, pequeñas gotitas de sudor.

  • Ha sido genial – le dijo besándola en la boca.

  • Me encantas – señaló ella una vez más. Poco a poco se fuer incorporando, separando su cuerpo del de él y cogiendo la ropa para marcharse, llegaba tarde.
  • Eres lo mejor que me ha pasado nunca – apuntó él, tendido en la cama mientras veía como iba vistiéndose y se dirigía hacia la puerta.

  • Te quiero – dijo finalmente ella, posando su mirada en aquel hombre que poco a poco había ido siendo imprescindible para ella.


Y esas fueron sus dos últimas palabras, al menos hasta el día siguiente, o tal vez la próxima semana. Él nunca miraba cuando se iba, no soportaba verla coger los cincuenta euros de la mesa y observar inerte como se marchaba hacia la soledad de un futuro incierto, hacia una vida que bien sabía no la habían dejado elegir. 

26 de septiembre de 2011

Jugando



Hoy he vuelto a jugar. He vuelto a imaginar las vidas de todas y cada una de esas personas con las que me he ido cruzando. He analizado de un rápido vistazo su vestimenta, prestando especial atención a aquellas peculiaridades que pudiesen servir como combustible para mi imaginación: un extravagante color de pelo, algún llamativo abalorio de mujer, los típicos calcetines blancos con zapatos o chanclas que nos ayudan a etiquetar a algunos de los viandantes como “guiris”, los colores de la ropa y el cuidado que se ha puesto a la hora de combinarlos,… A partir de estas insignificancias, que solo valen para que yo me entretenga durante un rato y pinte el mundo con mis colores, empecé a urdir la telaraña de lo que podría ser sus vidas.

Imaginé sus casas, con pasillos más o menos largos, multitud de cuadros y objetos de decoración o apenas un triste y antiguo jarrón sin flores que les regaló mamá y que ellos ponen por compromiso. Después paso al salón, centro de amenas reuniones familiares donde predomina el diálogo y la buena conversación o, por el contrario, el rutinario antro al que todos acuden durante las tres comidas del día (dos si es evitable hacerlo en el desayuno) para encender el televisor y dejar que éste acalle sus miedos, preguntas y acontecimientos de día. El baño es algo más personal, no me gusta imaginarme a la gente allí, haciendo todas esas cosas que nuestra cultura considera de mal gusto mencionar en conversaciones que podrían denominarse correctas.

Si la persona que analizo posibilita que mi mente vuele un poco más alto, gustosamente pienso  en una enorme librería ocupando  una cuarta parte al menos de su vivienda (en función de las dimensiones que mi cabeza otorgue a su casa). Poco tiempo invierto en imaginar que gustos literarios pueda tener, creo que solo me importa que pueda leer. Triste y vana ilusión la mía en mi afán por inventar vidas en las que los libros sean importantes, pues cada vez conozco a más lectores idiotas, entumecidos por las palabras e historias que narran las páginas en que se pierden y que asimilan sin la mínima actitud crítica.
Por últimos sus habitaciones, la parte más personal de una persona, uno de los múltiples espejos del alma, capaz de hacerle una seria competencia al rostro. Cuartos repletos de cuadros y fotos, dibujos de cuando era niño, cuartos con crucifijos, más por costumbre u obligación paterna que por sincera devoción, ordenadores, televisores y, sin son de personas jóvenes, un poco más desordenados, aunque desconozco por qué mi cabeza los imagina así. Con el armario no pierdo mucho tiempo, es fácil imaginar una línea de vestimenta en armonía con la que fue motor de mis juegos pueriles.

Lo voy dejando. Mi cabeza vuelve, después de un proceso que realmente no ha durado más de unos minutos, a posarse sobre mis hombros y prestar atención a quien en ese momento repite mi nombre a voces porque no le estoy atendiendo. Abandono mis ensoñaciones, mis cabilas con tanto o tan poco sentido como el que me apetezca atribuirle y regreso a la sordidez de una, casi seguramente aburrida, conversación.

23 de septiembre de 2011

Noches de verano


  •              Déjate llevar, siente como, poco a poco, el torbellino de sentimientos que guardas en lo más profundo de tu corazón va emergiendo. Estoy seguro de que puedes fascinar al mundo con todo lo que guardas. – Señaló él, invitándola una vez más a que fuese valiente.
  •            Nunca se me dio bien dar rienda suelta, salvo cuando estaba a solas o cohibida por alguna pregunta poco inocente. Soy una gran actriz, una amante de esa espontaneidad que no ha dormido jamás a mi lado, soy la que más piensa en ella; precisamente por eso, la extraño, porque sólo me pertenece a mi manera: como una gran mentira. – Contestó ella, mientras se arrancaba la uña del dedo meñique de la mano izquierda.
  •           Deja de hacer eso, vas a hacerte daño - le dijo mientras interponía sus manos entre las de ella. - ¿Por qué no dejas de actuar durante unos minutos? Me sentiría genial al poder hablar con la persona que maneja al títere que interpretas, creo que es fascinante. Te aseguro que no tienes nada que temer conmigo, no voy a utilizar lo que me permitas conocer para hacerte daño. Y aunque estas palabras suenen como esa canción que inconscientemente te has aprendido de tanto escucharla, lo digo de verdad. Puedes confiar en mí. – Desconocía el modo de hacerla ver que sentía una especial curiosidad en conocerla.
  •          Manías - respondió, intentando cortar con saliva la pequeña hemorragia. – Dirijo la función, es cierto, he inventada una forma cuestionable de mostrarme al mundo; pero sé que puedes conocerme precisamente a través de cada representación. No puedo evitarlo, desconozco el motivo. A veces pienso que ni siquiera yo sé quién hay detrás de este curioso montaje. – Dijo, aparentando la máxima sinceridad posible.
  •          Lo que te hace diferente, te hace especial –  comenzó, para hacerle ver que poca importancia tenía su manía. – ¿Y cuál es el papel que interpretas ahora, ante mí? Supongo que tendrás un amplio repertorio de personajes, con palabras calculadas, gestos medidos a la perfección, y hasta habrás logrado que tu rostro muestre la sensación que deseas transmitir. Pero no puedo evitar sentir frustración al saber que todo lo que veo no es más que el mero espejismo de una vida que inventas para sustituir a la tuya. ¿Cómo podré saber que no me estas mintiendo, que no me engañas? – Su cabeza comenzaba a dar vueltas. Otra vez aquella sensación.
  •           No te engaño – sabía que esta vez no sería fácil- porque es lo más real que puedo darte. Podría intentar salirme del papel pero me temo que no lo aguantarías, aún no he comprobado por donde se mueven tus límites; quizá me sorprendas. Mientras sigo adelante con el espectáculo iré descubriendo cuánto puedo mostrarte. – En el fondo, quizá era esta una de esas escasas ocasiones en las que darse a conocer. Una de esas oportunidades que aparecen de repente y le dejan un tiempo sumida en la eterna duda: ¿cuánto hay, en realidad, de diferente entre ella y su  alter ego  de pacotilla?-          Eternizaré la función si de conocerte se trata, asistiré a todas y cada una de tus representaciones, recrearé el mayor número de escenarios posibles con tal de ir ahondando en ti. - le contestó rápidamente, como si hubiese ensayado toda la tarde delante del espejo aquellas palabras, pero bien sabía él que desconocía su origen. Lo que no ponía en duda era aquella sensación que le recriminaría duramente si dejaba escapar la oportunidad de conocerla un poco más.
  •       Te cansarás, no te diré que como todos; pues pocos se paran a pensar en qué hay detrás de lo poco que está aún abierto al público – se estaba atropellando a sí misma, sabía que acabaría por descubrirse. – Y, si no lo haces, tendrás tiempo de bajarte en cualquier estación; no me cabe duda de que así será, pues ahondar en mí sólo va a llevarte a un viaje sin destino donde no valen nada manuales ni presuposiciones. – ¿Por qué? ¿Se puede saber por qué? Había practicado cuidadosamente cada posible adversidad, sabía salir sin problemas de casi cualquier ataque; por bondadoso que fuera. Se preguntó si no estaría en realidad invitándose ella misma a un viaje bien distinto. Hacia derroteros prácticamente desconocidos desde su más lejana inocencia.
  •           No es propio de mí el desistir en mis aventuras, por muy duras que puedan presentarse. Hace tiempo que me deshice de los viejos manuales y prejuicios, pues no hacían más que interponerse como arduas e insuperables barreras entre el mundo y yo. – Estaba convencido de que no quería bajarse. - No me bajaré en ninguna de las paradas que encuentre, por tentador que sea el paradero que me presentes o por muy cansado que esté del viaje. - Le aclaró. Notaba en su mirada, aquella que tan pocas veces lograba mantenerle, aquella que parecía capaz de acabar con el odio en el mundo, que algo se alteraba en su interior. Tenía unos ojos preciosos.
  •          ¿Y si soy yo la que decide bajar? – Abrió aún más los ojos, incluso se inclinó ligeramente hacia delante, como queriéndose mostrar tajante. – ¿Qué pasa? ¿Me vas a decir que también entonces querrías venir conmigo? ¿Seguirías en esa misma butaca, asistiendo, implacable, a mi última farsa? – No había vuelta atrás y, llegados a este punto, carecía de determinación ante los distintos caminos que se le presentaban. Aunque, sin duda, lo que más le preocupaba era su aparente desconexión; se sentía como observando la curiosa conversación desde muy lejos y no sabía qué postura se correspondía realmente con su intención.
  •          Invítame a bajar, y bajaré contigo. - Le respondió sin dejarse intimidar por aquella mirada y su repentina inclinación, que él imitó sin pensarlo, sin bajarle la mirada. Aunque era poco habitual, se sentía muy seguro de sus palabras. – Yo no tengo miedo a nada de lo que pueda encontrarme, de ninguna situación que puedas presentarme, ya te lo dije.  - continuó. – Ahora bien - dijo antes de que ella pudiese pronunciar palabra alguna - pídeme que me siente, que te deje marchar, que no quieres compañía, que me vaya, que me olvidé de todo cuanto te he dicho, y será entonces cuando... - no sabía muy bien lo que estaba diciendo, temía como podía acabar todo aquello.
  •          ¿Cuándo qué? – Alzó la voz lo más que la situación dejaba hacer. –Tú te irás sin que tenga que pedirte nada, te irás porque mañana, quizá el mes que viene, apartarás esa neblina que ahora nos envuelve y volverás a acoger lo cómodo de no tener que hacer el camino de otros -había hablado demasiado alto y detrás del árbol pudo ver cómo se encendía una luz; quedaba poco tiempo.
  •          Será entonces cuando te coja la mano y no te deje marchar, tendrás que quedarte conmigo sentada, o tendrás que llevarme contigo para continuar el viaje, a pie, o como decidas hacerlo. Quiero ver dónde termina la ruta, dónde para el tren, qué hay en la estación de final de trayecto, o el lugar donde decides pararte, quiero acompañarte hasta el final. – Notó que ella miraba algo, y él también se dio cuenta de aquella luz, pero esa casa tenía el mejor jardín para el ver las estrellas, era la primera fila de butacas hacia el paraíso del universo. Era imposible resistir la tentación de colarse para disfrutar del espectáculo que la lluvia de estrellas ofrecía aquella noche de verano. Además, siempre les había gustado el riesgo.
  •          Creo que ese supuesto viaje de dos debería contar con mi aprobación – Dijo, ya en voz baja, y mirando de nuevo sus sandalias. – Además, ¿por qué te empeñas? Al fin y al cabo tú ya conoces algo de mí, por ficticio que sea, y si hemos llegado hasta aquí es precisamente porque has visto en todo eso algo aprovechable. – ¿No podríamos quedarnos con esa parte? Puedo ofrecerte aún mucho, pero no me pidas que haga contigo una excepción. – Necesitaba autoconvencerse de que ella tampoco estaba dispuesta a concedérsela.
  • -          Mírame - le dijo tras una larga pausa, y facilitó, guiando con su mano la cabeza de ella que miraba dubitativa hacia el suelo, el encuentro de sus miradas. – Dime que no cuento con tu aprobación, que no estás dispuesta a dejar que nadie te conozca, y no podré sino desistir. Pues no emprenderé un viaje donde no soy bienvenido, por muchas ganas que pueda tener de realizarlo. ¿Por qué me empeño? Ya te dije que algo en mí no me perdonaría no hacerlo. – Tenía la impresión de haber contestado a esa pregunta anteriormente, y no podía dejar de pensar que se repetía.
  •          No vas a dejar de ponerme a prueba, ¿verdad? Está bien, – dijo, evitando esa mirada impuesta y sin tener aún muy claro, al borde de la siguiente palabra, por qué camino la llevaría- pero que conste que la decisión no ha sido más que tuya... – Y en ese momento sonó la puerta recordándole a cuántas celdas estaba rindiendo cuentas. Se incorporó, y sin dejar de mirarlo en su huida, dobló la esquina y entró por la puerta del sótano, cogió algunos folios y se sentó a esperar a que su padre cerrara la puerta de la entrada y siguiera haciendo la pertinente ronda en su búsqueda. 


                Aún seguía cohibido, sentado en el suelo, con las piernas, que abrazaban sus cansados brazos, entumidas por llevar tantas horas en esa incómoda posición. Sentía frío. Había refrescado en aquella estrellada noche de verano. Sin embargo, la Luna, que apenas permitía distinguir la constelación de la que siempre le hablaba su madre, lucía radiante, como queriendo deslumbrar al mundo y recordarle que era ella quien nunca le abandonaba en la noche, cuando más se necesita la compañía de alguien con quien llorar, algún lugar al que dirigir la mirada para pedir explicaciones. Miró el reloj, que le reprochó que era demasiado tarde, en su casa le echarían de menos. Fue más fácil emprender el camino de vuelta cuando los ladridos de aquellos perros le recordaron que allí no era bienvenido. Notó que algunas luces de los vecinos se encendían a causa del alboroto provocado por aquellos odiosos animales. Pero le tranquilizó el pensamiento de que no pasaría de convertirse en un rumor de mercado público o peluquerías, que rápidamente se esfumaría, superado por la muerte reciente de cualquiera de los habitantes ancianos de la localidad.

                Cuando el corazón le dio un respiro tras la breve, pero intensa, carrera, se percató de que aquellas palabras que ella había pronunciado, a su parecer con tanto miedo, no dejaban de martillearle el cráneo. «…la decisión no ha sido más que tuya…». ¿Acaso no estaba claudicando ella en su empeño por cerrarle las puertas de su mundo? Pensó que quizá sus palabras habían dejado una pequeña apertura por la que podría colarse. Sin embargo, él no necesitaba más que saber que ella estaba dispuesta, aunque fuese a regañadientes, a aceptarle como compañero de viaje. Ahora sí, sintió cierto temor. ¿Y si ella acertaba en sus cavilaciones anteriormente señaladas? ¿Tan duro iba a ser el camino para no poder soportarlo? Estaba convencido de que no, quizá por aquella ilusa promesa infantil en la que nos enseñan que querer es poder. Además, ¿qué más da quién tome la decisión? Lo importante es que había sido tomada, por él sí, pero de haberla tenido que esperar, la desesperación se habría apoderado por completo de su ser. Empezaba a conocerla, un poco, aunque suficiente para saber que no era chica de tomar decisiones, llevar la iniciativa le horrorizaba, ella misma acababa de reconocerlo. Pero también sabía que no se arrepentiría de dejarle adentrar un poco más en la mezcolanza de pensamientos, extraña y atrayente por igual, que guardaba recelosamente. Reconocía que era un poco cabezota, pero confiaba en que ella se hubiese dado cuenta, que se hubiese percatado de que no había en él más que la curiosidad propia de aquel a quien la vida no le ha dado los suficientes palos como para frenarle en su deseo hacia lo que le está prohibido.

                Intentó entrar en casa haciendo el menor ruido posible, lo último que ahora quería era dar explicaciones a sus padres de la tardanza en su llegada y del motivo de la misma. No soportaría un interrogatorio de mamá a aquellas horas. Subió las escaleras cuidadosamente, saltándose los peldaños que sabía que harían chirriar la madera. Era curioso, le sobrevino el olor de su casa, ese al que estamos tan acostumbrados que no lo tomamos, y se sintió tranquilizadoramente a salvo. ¿De qué? De los perros, de correr, del tiempo y, sobre todo, de ella. Sabía que sus ojos le acompañarían durante toda la noche, aquella mirada era difícil apartar, y agradecería si lograse alcanzar las cuatro horas de sueño. No se preocupó ni por abrir la cama, se desplomó en ella, importándole poco el ruido que pudiese hacer. Miró al techo, esa parte de las casas que nadie se para a decorar. Y allí, sobre el fondo blanco, su rostro fue lo último que creyó ver antes de que el sueño fuese poco a poco, y tiernamente, abrazándole.

Gracias a Pez de Ciudad, por su más que decisiva intervención en el diálogo: 

21 de septiembre de 2011

Estado aconfesional


“Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” - Constitución Española, art. 16.3

Esto es lo que señala la Constitución Española en relación al carácter aconfesional de la nación Española. Pero, ¿por qué aconfesionalidad en lugar de laicismo? Seguramente este segundo término, laicismo, les haya causado al leerlo cierta aversión por las connotaciones negativas que generalmente se le otorgan. Sin embargo, no hay que dejarse llevar por la primera impresión, ya que el laicismo no es la vertiente negativa de la aconfesionalidad como muchos suelen creer. Se trata de una corriente de pensamiento, o ideología, que defiende la independencia del hombre, de la sociedad y del Estado de cualquier organización o confesión religiosa. Y dentro de él, existiría una alternativa negativa, que consistiría en, además de defender la independencia del Estado de la religión, en la lucha contra ella, en cualquiera de sus confesiones.

Y muchos se preguntarán, ¿y qué más da? Pues no, no da igual. En el caso de España, la aconfesionalidad se corresponde con la injusticia, derivada de que únicamente se beneficia al catolicismo, a pesar de existir diferentes confesiones religiosas en el país. Entre los beneficios que otorga la nación española a la Iglesia Católica encontramos que se le ceden delegaciones públicas para la recaudación de fondos, se les conceden instalaciones escolares públicas para difundir su doctrina y se le financia con fondos públicos. Según recoge el artículo señalado al inicio, dichas relaciones de cooperación también deberían mantenerse con el resto de confesiones, sin importar el porcentaje  de población de cada confesión, pues la justicia no es cuestión de números. Si bien es cierto que existe un Acuerdo de Cooperación del Estado español con la Comisión Islámica de España, este proporciona ningún tipo de privilegio al Islam como confesión religiosa, únicamente reconoce derechos que, bajo mi humilde opinión, pertenecen a cualquier persona o grupo social por el hecho de ser tal. Faltaría más que con el derecho de libertad religiosa y el estado aconfesional no les permitiésemos rezar en lugares que ellos decidan para ello. Y ya en un punto tan esencial como este, vemos por las noticias algún que otro conflicto en la construcción de mezquitas, pero ¿a qué nadie se quejaría si se construyese una nueva iglesia? ¿Cuál es la diferencia? Yo no veo ninguna.

Y mi pregunta es ¿por qué tenemos que costear la difusión de la doctrina o el fortalecimiento de una institución con tan grandes taras y defectos? Entre ellas la homofobia, pues va contra el matrimonio entre homosexuales, argumentando a su favor con falacias etimológicas que señalan que el matrimonio, por su raíz “mater-”, debe ser entre hombre y mujer; esperemos que no haga lo mismo mi padre con el patrimonio familiar. También ataca el derecho al aborto, lo único que hace la ley es ofrecer opciones a aquellas que quieran abortar, no obliga al aborto, solo ofrece  LIBERTAD de elegir. Y continúa con el uso del preservativo, condenando así el placer mundano y corporal (y por ello condenable para la Iglesia católica: el sexo solo para la procreación) de las relaciones sexuales y permitiendo la muerte de miles de personas a causa del SIDA. ¿Acaso no es lo mismo matar directamente, como ellos señalan en su más que debatible postura frente al aborto, que dejar que otros mueran? Y por último, acoge en su seno y da refugio a un gran número de pederastas, que serán los menos, sí, pero también condenáis al islam en función de sus minorías radicales, y os quedáis tan anchos.

AMÉN.