Hoy he
vuelto a jugar. He vuelto a imaginar las vidas de todas y cada una de esas
personas con las que me he ido cruzando. He analizado de un rápido vistazo su
vestimenta, prestando especial atención a aquellas peculiaridades que pudiesen
servir como combustible para mi imaginación: un extravagante color de pelo,
algún llamativo abalorio de mujer, los típicos calcetines blancos con zapatos o
chanclas que nos ayudan a etiquetar a algunos de los viandantes como “guiris”,
los colores de la ropa y el cuidado que se ha puesto a la hora de combinarlos,…
A partir de estas insignificancias, que solo valen para que yo me entretenga
durante un rato y pinte el mundo con mis colores, empecé a urdir la telaraña de
lo que podría ser sus vidas.
Imaginé sus
casas, con pasillos más o menos largos, multitud de cuadros y objetos de
decoración o apenas un triste y antiguo jarrón sin flores que les regaló mamá y
que ellos ponen por compromiso. Después paso al salón, centro de amenas
reuniones familiares donde predomina el diálogo y la buena conversación o, por
el contrario, el rutinario antro al que todos acuden durante las tres comidas
del día (dos si es evitable hacerlo en el desayuno) para encender el televisor
y dejar que éste acalle sus miedos, preguntas y acontecimientos de día. El baño
es algo más personal, no me gusta imaginarme a la gente allí, haciendo todas
esas cosas que nuestra cultura considera de mal gusto mencionar en
conversaciones que podrían denominarse correctas.
Si la
persona que analizo posibilita que mi mente vuele un poco más alto,
gustosamente pienso en una enorme
librería ocupando una cuarta parte al
menos de su vivienda (en función de las dimensiones que mi cabeza otorgue a su
casa). Poco tiempo invierto en imaginar que gustos literarios pueda tener, creo
que solo me importa que pueda leer. Triste y vana ilusión la mía en mi afán por
inventar vidas en las que los libros sean importantes, pues cada vez conozco a
más lectores idiotas, entumecidos por las palabras e historias que narran las
páginas en que se pierden y que asimilan sin la mínima actitud crítica.
Por últimos
sus habitaciones, la parte más personal de una persona, uno de los múltiples
espejos del alma, capaz de hacerle una seria competencia al rostro. Cuartos
repletos de cuadros y fotos, dibujos de cuando era niño, cuartos con
crucifijos, más por costumbre u obligación paterna que por sincera devoción,
ordenadores, televisores y, sin son de personas jóvenes, un poco más
desordenados, aunque desconozco por qué mi cabeza los imagina así. Con el armario
no pierdo mucho tiempo, es fácil imaginar una línea de vestimenta en armonía
con la que fue motor de mis juegos pueriles.
Lo voy
dejando. Mi cabeza vuelve, después de un proceso que realmente no ha durado más
de unos minutos, a posarse sobre mis hombros y prestar atención a quien en ese
momento repite mi nombre a voces porque no le estoy atendiendo. Abandono mis
ensoñaciones, mis cabilas con tanto o tan poco sentido como el que me apetezca
atribuirle y regreso a la sordidez de una, casi seguramente aburrida,
conversación.
Dice Serrat en una canción que "...cada quien es cada cual y sube las escaleras como quiere..." Lo único que hay que hacer es tropezarse, y eso es más fácil con alguien que va leyendo un libro por la escalera. También los hay! Besos
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