Un frío beso

            Estaba cansado después de otra agotadora jornada de trabajo, subía despacio, notaba el peso de los zapatos mojados, la lluvia no hacía distinciones en las tardes de otoño. Las escaleras de aquella vieja casa a las afueras de la ciudad se resistían torpemente a ser vencidas por aquel fracasado, y soportaban cada embestida con una resistencia ejemplar. Por fin alcanzó la planta superior, aunque a duras penas. Su mano izquierda tanteó la pared en busca del interruptor que encendiese aquella bombilla que tan desesperadamente necesitaba una lámpara. Desistió, era muy tarde, y se aventuró por el oscuro pasillo hacia su habitación.

            Encontró el pomo, con menos dificultad de la que tenía para encontrar una razón por la que despertarse cada día, y giró la manecilla con mucho cuidado, no le apetecía que volviese a salirse y tener que dormir una noche más en el sofá. La puerta se lamentó con un profundo chirrío, a todos nos duele movernos una vez creemos haber encontrado nuestro sitio. Se había vuelto a olvidar de cerrar la ventana, la corriente que se creó le recorrió todo el cuerpo, pero ahora que la tenía delante poco le importaba.

            Estaba de espaldas, iluminada por la luna, aunque él solamente alcanzase a ver la sombra de su cuerpo por detrás. Permanecía de pie, con el aire golpeándole la cara, sin valor para cerrar la ventana y sin curiosidad por saber quién acababa de entrar. Su cuerpo, desnudo como cada noche, dibujaba la más bella silueta jamás contemplada por aquellos inocentes ojos de niño con miedo a crecer. Todavía sentía aquel escalofrío, con la misma intensidad que el primer día, a medida que se acercaba hacia ella. Era lo único que le hacía convencerse de que estaba enamorado de ella.

-          Hola – le dijo torpemente. – No ha sido mi mejor día, un poco caótico. Siento haber llegado tan tarde. Discúlpame también por no haber avisado de que me perdería la cena. Gracias por dejarme el pollo en el horno, estaba riquísimo.

            Ella no respondió, ninguna palabra. Él sabía de sobra que no estaba enfadada, solo que nunca fue mujer de muchas palabras. Sus pies habían conducido aquel moribundo cuerpo a un paso de distancia de la piel que se tornaba blanca por el reflejo de la luz lunar. Alargó su brazo hasta que las yemas de los dedos acariciaron suavemente el hombro derecho de ella. Había cogido frío, así que se precipitó hacia la manta que cubría la cama y se la colocó por encima. Pero nada, ni unas tristes palabras de agradecimiento fueron capaces de escapar de la celda de sus labios.

            Su boca, fuente de perdición, refugio en la tormenta, arma de doble filo, cálido hogar en las noches de invierno cuando la lluvia golpea con fuerza los cristales. Siempre con el mismo apacible gesto, en una posición eterna, a saber por quién decidida. Todavía recuerda, cuando su cabeza le da un respiro para hacerlo, que aquellos labios se ganaban diariamente una sonrisa de su parte, pues irradiaban felicidad, llenaban de alegría aquella habitación, a la que llegó por primera vez con dos maletas, una llena de tristeza y la otra de arrepentimiento. Lo que no recordaba, pues había pasado a formar parte de él, era aquel baúl que arrastraba consigo y que tenía tan cerca que era incapaz de verlo. Lejos de ser el típico baúl de los recuerdos, el suyo estaba lleno de antiguos amores, besos rotos, promesas malinterpretadas y abrazos a la almohada.

            Se dirigió hacia un lado de la cama, el más lejano a ella, y se sentó con los codos sobre las rodillas y las palmas de sus manos sujetando a duras penas su cabeza. La vida le pesaba demasiado como para mantenerse erguido. Empezaba a cansarse de ver cómo se empapaba de banalidades, de necesidades artificialmente creadas, estaba harto de asentir inconscientemente ante cualquier propuesta o tema de conversación, de observar impasible cómo era cada vez más parecido a un autómata. Se daba miedo de sí mismo, a la vez que temía salir de la rutina que vilmente se impuso hacía unos meses. Comenzó a llorar, muy despacio, poniendo a prueba a unas lágrimas que desconocían cuál sería el lugar de su muerte. Sin embargo, ellas no temían nada, se precipitaron subrepticiamente por su cara, empapando sus mejillas, dejando un sabor salado en sus labios.

            Seguía dándole vergüenza que ella le viese llorar, por ello huía, se alejaba de su lado, conocedor de que no giraría su rostro en busca del lugar dónde se escapaban los sollozos. Con el tiempo, a la fuerza, se había acostumbrado a hacerlo en silencio, a derramar su tristeza, a verter sus penas sobre un pañuelo de papel que luego podría tirar a la basura. ¿Satisfactorio? Para nada, pero por algún lado necesitaba explotar. Es cierto que, cada noche, como si fuese la primera, se giraba a mirar de reojo si ella se acercaba para abrazarle y ofrecerle consuelo; pero nada, al poco tiempo se percataba de que eso nunca sucedería.

-          A veces sueño que me acaricias, – se sorprendió a sí mismo comenzando a hablar, ahogando en la garganta los últimos sollozos – que tus manos se pierden por mi espalda sin saber en qué punto detenerse. Imagino que dibujas tus sueños en el lienzo de mis esperanzas, que escribes tus canciones sobre mi piel y rasgas las cuerdas de mi alma, como solías hacer cuando te pensaba tocando aquella vieja guitarra. Incluso hay veces, en las que, haciendo gala de inventiva, me parece oír tu voz susurrando que soy lo mejor que te ha pasado en la vida. Acto seguido, mi sonrisa se esfuma, y mis labios se inclinan en busca de mi mentón, recordando que tu mundo se reduce a mí, que no soy lo mejor que te ha pasado en la vida, sino lo único.

            Se incorporó de la cama suavemente, evitando girarse, prohibiéndose volver a mirarla, aunque sabedor de que no lo cumpliría. Sus pasos le llevaron a la vieja cómoda, como todo en aquella casa, y uno a uno fue abriendo los largos cajones. No se daba cuenta de la violencia de sus gestos, con los que extraía los cubículos de madera podrida, de la rabia contenida por un amor que nunca tendría. Tuvo que sacarlos todos, vaciarlos completamente, esparciendo su contenido por la habitación, aun a sabiendas de que las cartas se encontraban en la esquina derecha al fondo del cuarto cajón. Sin embargo, esta vez, no volvió a leerlas. Parecía que por fin se había dado cuenta del sinsentido de crear una historia de amor en una correspondencia imaginaria con ella, era absurdo seguir escribiendo para sí mismo y responderse; si bien era lo único que le mantenía con vida en aquellos momentos.

-          No lo soporto. No entiendo por qué tiene que pasarme esto a mí. Todos y cada uno de los sueños que perseguía se han ido esfumando, se han desvanecido delante de mis narices justo cuando los tenía al alcance de la mano. Me he cansado de las mentiras que me hicieron de pequeño, he comprobado todas y cada una de ellas, me siento engañado. Es cierto que nadie me prometió que fuera fácil, ¿pero es necesario que sea tan difícil? Estoy solo, no tengo a nadie, solo a ti, y mírate, – como bien había predicho, se giró hacia ella de nuevo – no eres más que todos mis deseos proyectados en un cuerpo inerte. Y aún así te quiero, eres la única razón por la que salir de casa cada día, el único motivo por el cual soporto un trabajo que no me llena y a duras penas me da de comer. No te quiero por lo que eres, eso también es cierto, sino porque sólo es a través de ti como puedo quererme.

            Poco a poco se le acerca, de nuevo, aunque mucho más seguro, motivado por la inseguridad de una vida incierta que  poco a poco pierde suelo bajo sus pies, desgajándose en pequeñas porciones de sueños incumplidos y hazañas imposibles.

-          Tal vez sea este el momento de una despedida, y seguramente es lo que más claro he tenido en mucho tiempo. Me duele dejarte aquí, sola, conocedor de que otro loco bohemio, al que le importe tan poco como a mí quién seas, se enamorará de ti de una manera idéntica, a la vez que distinta, en la que yo lo he hecho. No sé qué me deparará la vida, mi vida, esta que he dejado que otros vivan en mí lugar, y de la que ha llegado el momento de ocuparse. No es momento de pensar en eso, solo quiero ser feliz, aunque me halle totalmente desorientado acerca de cómo conseguirlo. Eso sí, será mi felicidad y seré yo quien tome las riendas de mi cuerpo y mi cabeza, que ya va siendo hora.

            Sus cuerpos ya estaban demasiado cerca como para contemplar que ni una sola lágrima brotaba de los ojos de ella, pero eso él ya lo sabía. Le dijo adiós, le suplicó tontamente que no le olvidase, si es que alguna vez tuvo consciencia de que se encontraba allí, con ella, y la beso en los labios. Su boca, la de ella, ni se inmutó, aquellos fríos e inertes labios de efigie no iban a comenzar a sentir a causa de un beso humano lleno de la vitalidad que ella nunca tuvo.

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