Diario de un suicida

Suicida
                Me hallo sentado, al borde del abismo que tiene como fondo el río de cabelleras que caminan impasiblemente bajo pequeños puntos luminosos, farolas que podrían narrarnos besos, caricias y secretos que han intercambiado jóvenes parejas de enamorados cuando creían que nadie les observaba. Autónomas ánimas desconocedoras de que alguien sobre ellos se debate entre la vida y la muerte, aunque sea por decisión propia. Nunca había estado tan cerca, y creo que tampoco tan lejos, de la muerte, unos cien metros me separan de este mundo, ¿pero acaso hay otro? Cien metros fácilmente salvables por una leve pérdida del equilibrio o por un corriente estornudo. Pensé que lo más difícil, y también agotador, sería subir uno a uno los escalones de este antiguo edificio, habitado desde los últimos tres años por algunos que otros roedores y una gran variedad de insectos; pensé que las últimas escaleras, de madera carcomida, no aguantarían el peso de mi cuerpo, y por un momento me tranquilizaba pensar que así sería, que la fragilidad de los peldaños se fundiría con mi alma rota y me pondría el impedimento de llegar a lo más alto del edificio. Pero ninguna de aquellas miedosas pisadas pudo alejarme de eso que mi cabeza se empeñaba aceptar como mi fatal destino.
                Intento dejar mi mente en blanco, aislarme, durante al menos los últimos minutos de lo que habrá sido mi corta vida, de todo lo que me ha llevado a encontrarme en esta situación. Pero son demasiados ruidos los que poco a poco aumentan mis ganas de gritar, para que, al menos una vez, sea el centro de toda esa atención que siempre he necesitado y nunca he recibido. La ciudad emite sonidos que me llegan demasiado apagados, y me doy cuenta de que es mi cabeza la que me tortura con voces, todas ellas procedentes de alguna parte de mi pasado. Parece que una de ellas cobra fuerza, pero no alcanzo a reconocerla como propia, se trata de un tenue llanto que aumenta para sobreponerse a las demás. Es extraño, no recuerdo haber llorado tanto; sinceramente, no recuerdo haber llorado nunca. Quizá sea eso, quizá todos los llantos ahogados han decidido que es el momento de salir, y quizá no pueda detenerlos.
                ¿Qué es esto? ¿Qué me pasa? Mis temblorosas manos se han apresurado, con una agilidad sorprendente, a capturar a un nuevo amigo que correteaba rápidamente por mi cara, descendiendo a una velocidad vertiginosa. Mi dedo índice hizo de muralla infranqueable sobre la que mi nuevo compañero no tuvo más remedio que estamparse. A continuación, en un acto reflejo me lleve el dedo a la boca, quería saber qué era ese líquido que mojaba mi cara. ¿Estaba lloviendo? Miré al cielo, y una preciosa luna llena ratificó el error en el que me encontraba. Noté que mis ojos se humedecían imparable e incomprensiblemente, y poco a poco nuevas lágrimas saltaban de ellos para precipitarse por mis mejillas, parecían presos en libertad, se las veía contentas de poder abandonar la angosta cárcel de mis ojos.
                Me gustaría poder afirmar que es un noble sentimiento el que me ha arrastrado hasta esta más o menos comprometida y embarazosa situación, sin embargo he de admitir que desde donde creo recordar, no hay ningún motivo que haya servido como motor. Parece que encontrarme en la fina cuerda de acróbata que separa la vida de la muerte podría justificarse, de una manera comprensible para el resto del mundo, si hubiese perdido a mi familia en un trágico accidente de tráfico, me hubiesen despedido del trabajo que servía para concederle un poco de valor a esta fugaz existencia o el amor de mi vida hubiese hecho añicos mi frágil corazón al sustituirme por musculoso animal de gimnasio. Creo que puedo imaginarme cómo habrían cambiado las portadas de los diarios provinciales de la mañana siguiente, seguramente, si se hubiese tratado de este último caso, me atribuirían, ni cortos ni perezosos, el adjetivo de romántico, nada más lejos de la realidad, yo que he pasado mi vida rehuyendo todo pellizco que mi abuela acababa dando al aire. En cualquier de los otros dos casos, el encabezamiento de la noticia habría centrado sus esfuerzos en poner en alza el componente trágico de la muerte de un joven menos de veinte años. Los más objetivos se limitarían a señala mi edad, pero no me sorprendería que algún periodista novel se dejase llevar por su vena poética para decirlo de alguna manera un tanto más ornamentada.
                Me atrevería a atribuir a la propia muerte el ser la causante de mi actual situación, ha sido ella quien me ha llamado, la que ha otorgado a los astillados peldaños sus últimos momentos de vida, y la que, sin comprender muy bien por qué, no quiere que nos reunamos sin antes realizar un último examen de conciencia, aunque quizá también el primero serio que hago. Siento decir que desde muy pequeño me negué rotundamente a ver la muerte como una cruenta calavera dotada de una enorme guadaña y una rasgada túnica negra con las que se dirige al encuentro de sus presas, lenta, segura de su victoria por anticipado, disfrutando en función de a quien le haya llegado su momento. Me empeñé, y ahora creo que el tiempo me ha dado la razón, en ver a la muerte como una atractiva joven, vestida de negro sí, pero con la elegancia y belleza que le otorga a un cuerpo femenino dicho color. ¿Que por qué ahora estoy tan seguro de ello? Pues porque siento que me atrae, que me abraza y me balancea con la delicadeza característica de una madre. A pesar del tumulto y el ahogado ruido que se desprende de las calles de una ciudad en mitad de una de las grandes noches de sus celebraciones patronales, creo escuchar cómo me susurran al oído una tenue melodía que me embriaga y me hace creer que mi cuerpo se eleva poco a poco hacia un lugar mejor. Nunca pensé que la muerte tuviese una voz tan dulce.
                En cualquier caso, eso poco importa ahora, la verdad es que ahora nada importa. Cada insulto, cada piropo recibido, bastantes menos en proporción a los primeros, comienzan poco a poco a perder todo el valor inicial que tontamente les atribuí, pero era un niño. Sé que es un vago intento de disculparme, pero resulta muy tranquilizador. Quizá sea eso lo que necesito, un poco de tranquilidad que combata mi nerviosismo y falta de paciencia para esperar a que las cosas cambien para mejor. No obstante, mi cabeza se niega a pensar en la pequeña posibilidad de que el mundo cambie, no es mucho lo que pido, pero el problema es que lo pido para alguien distinto de mí, para alguien con otros ideales, voluntades y obligaciones, que con una seguridad casi inquebrantable ve el mundo de un modo diferente y, como eslabón de la misma cadena, también el papel de las personas. De modo muy similar me opongo a adoptar viejos refranes que afirman concienzudamente que detrás de cada suceso negativo se esconde una nueva oportunidad para ver lo bueno y bonito que puede ofrecernos la vida. Es absurdo empeñarse en ver la muerte de una madre como una oportunidad para madurar y aprender a ver que en la vida no todo es color de rosas. ¿Realmente alguien puede ser capaz de aislarse tanto de sus sentimientos como para enterrar el amor hacia su madre bajo un manto de falsos consuelos y autoengaños?
                No sé muy bien de qué se trata, pero algo ha conseguido sacarme de mis cabilas. Giro la cabeza a uno y otro lado, en ambos caso sin fortuna alguna, pues no descubro nada que ya no estuviese allí cuando subí. Repentinamente, siento que algo me roza la espalda y noto con un escalofrío sube por mi espalda casi a flor de piel. Sin saber muy bien por qué mis manos se han aferrado fuertemente al borde de la cornisa en la que me hallo sentado. Han comenzado a sudar, pero consiguen mantenerme con un mínimo de seguridad, seguridad que no se para que necesito cuando tengo la intención de suicidarme. Supongo que ese afán de protagonismo que muchos me han atribuido durante todos estos años acaba de ponerse frente a mí para reivindicarse y hacerme ver que ha sido él el verdadero guía de mi vida. Siempre un suicidio ganará más lectores que un “accidente”. Con una lentitud por la que nunca me he caracterizado, giro suavemente mi cuerpo para que mis pies vuelvan, después de aproximadamente una hora, a sentir sobre ellos la fuerza de la gravedad al entrar en contacto con el suelo. He de reconocer que un inexplicable alivio ha causado que mis músculos abandonen la contraída posición en que se encontraban. Una vez a salvo de ser víctima de un asesinato, consecuente del hecho de que pudiesen empujarme, o de un accidente, si por el contrario se tratase de alguien que en un intento desesperado por ayudarme hubiese propiciado mi caída al vacío, descubro, para mi sorpresa, que no ha sido ninguna persona, sino que se trata un pelirrojo gato que, con un miedo superior al mío, ha conseguido acercárseme con intenciones que hasta ahora desconozco.
                Puede parecer algo poco novedoso, pero creo que intenta decirme algo. ¿Es que no ves que intento suicidarme? ¿Acaso no comprendes que estoy a escasos metros de una muerte segura? Lo que pasó a continuación quiero atribuirlo a un exceso de imaginación y a un fogonazo alucinógeno de mi mente, que creyó oír al pequeño felino aseverar que sentía mucho que los humanos solo tuviésemos una vida, y que ellos sin embargo gozaban de hasta siete oportunidades de continuar con su gatuna existencia. Como digo, prefiero pensar que se debió al  tiempo que llevo sin entablar una conversación decente con otra persona. ¿Es acaso la falta de cariño lo que me ha empujado hasta aquí arriba? No, lo mejor será que olvide estas preguntas y me centre en ver lo que el animalillo quiere decirme. Nunca se me han dado muy bien los niños, y en esta ocasión me siento igual que cuando trato con ellos, no sé lo que me está pidiendo, solo llego a comprender que la profundidad de esa mirada no puede estar carente de significado. Es un instintivo gesto, quizá de protección, el que me lleva a hurgar en mis bolsillos en busca de algo que pueda alimentar a ese aparentemente hambriento ser. Encuentro los restos de una chocolatina que, seguramente en uno de esos vagos intentos por adelgazar, guardé en mi cazadora mientras hacía gala de una culpabilidad inigualable. Siguiendo por segunda vez a mi instinto, y superando así las veces que lo había hecho durante toda mi vida, le lancé la pequeña porción de chocolate. El gato la cogió entre sus fauces y se retiró en silencio. Yo, a la vez tenso y aliviado por haberme deshecho de este inoportuno impedimento ante la muerte, me disponía a colocar parte de mi cuerpo suspendido desde lo alto de aquel edificio cuando un reprochante maullido me obligó a fijar mi mirada de nuevo en el hasta entonces inofensivo animal. No se le veía dispuesto a dejarme con mi labor así como así, me percaté de que no había masticado mi dulce manjar, solamente lo sostenía en su boca mientras giraba la cabeza para en un desesperado intento por conseguir que la acompañase a no sé dónde. –Tendrá unos pequeños gatitos a los que desea mostrarme como señal de agradecimiento– pensé. De modo que, no sin mostrar mi resignación con una expresión que dudo mucho que el gato pudiese adivinar en mi rostro, decidí posponer el momento de mi muerte durante algunos minutos. Con una extraña sensación de desconfianza, me encaminé siguiéndole por aquel terreno donde tan bien se desenvolvía, hasta llegar a un perfectamente oculto rincón donde, para mi sorpresa, no me aguardaban un pequeño número de gatitos sino un despeluchado gato pardo con unos preciosos ojos negros. Entonces sentí, y a la vez comprendí, que el amor es lo que guía nos en la mayoría de nuestras decisiones. Mis ojos contemplaban la más bonita y tierna escena de amor que la vida, fuera de superproducciones hollywoodienses, me ha presentado.

Marta
                Una vez más llegaba tarde. Sus amigas ya estarían esperándola. Ciertamente, no era como ellas, no necesitaba dos horas para ducharse, plancharse el pelo y maquillarse, y todas esas cosas que hacían las chicas de su edad cada vez que quedaban simplemente para tomar algo. No era que no le gustase que la viesen guapa, a toda chica, y seguramente también a todo chico según pensaba ella, le gusta recibir un sincero comentario acerca de lo radiante que se encuentra ese día. A veces le gustaría mentir a sus amigas sobre el motivo de su tardanza, decirles que había estado con algún atractivo chico tomando un café o dando un paseo. Se le daba tan mal mentir. Además, lo veía como un absurdo intento de integrarse en un grupo al que no pertenecería jamás. Siempre había sido un tanto conformista, nunca se paró a pensar si con otra gente se encontraría más a gusto. Si todo marchaba sin grandes problemas, ¿para qué buscar cambiarlo? Preocuparse en exceso sobre cualquier tema siempre le pareció una pérdida de tiempo, temía que algo pudiese robarle todo su tiempo con irresolubles quebraderos de cabeza. El rutinario paso de los días, con problemas fácilmente salvables gracias a un mínimo de diálogo, era lo que realmente la hacía feliz. ¿Pero en qué consistía eso de la felicidad? ¿Podía ella saber si era lo suficientemente feliz? Cuando a Marta le surgían estas preguntas en su despierta mente, ordenaba los guardianes de la monotonía y la pereza que las aprisionasen en lo más profundo de su cabeza, allí donde sus voces quedasen ahogadas por la lejanía. Ya tendría tiempo para abordarlas más adelante. Como le decía su padre cuando le acribillaba con alguna pregunta de este tipo: – Marta tú no tienes edad para hacerte esas preguntas, déjaselas a los mayores. Deberías jugar con tus muñecas y dejarte de tonterías–. Papá seguía pensando que Marta era una niña. Seguramente en un vago intento por evitar que poco a poco se fuese alejando de él y pudiese trasladar todo su cariño hacia otro hombre. Pero lo que a papá más le costaba asumir no era que “su niña” se estuviese haciendo mayor, sino que desconocía si le había enseñado lo suficiente para que ningún chico pudiese hacerla sufrir.
                Disponía únicamente de diez minutos para escoger qué ponerse y dar muerte a unos impertinentes compañeros que, cual cumbre nevada, asomaban en puntos extremadamente visibles de su joven rostro. No llegaba a comprender como la pubertad se encontraba tan cómoda en ella. Después de cinco años de convivencia total pensaba que no había encontrado ninguna buena razón para abandonarla y centrar todos sus esfuerzos en estropear la cara de alguna otra niña de once o doce años. Lo mejor sería ir paso a paso. Abrió su armario, todavía seguía imaginándose lo que tendrían sus amigas en ellos para no verlas casi nunca con la misma ropa. Tras este fugaz pensamiento, le fue imposible disimular el atisbo de decepción que asomaba en su rostro. Dos pantalones largos, unos cortos, cinco o seis sudaderas, y un montón de camisetas, la mayoría de hacía dos o tres años. El suyo no era lo que podría denominarse un armario a la moda o consumista. En un irracional impulso, agarró la sudadera que más le gustaba, esa que le hacía sentirse especial incluso siendo la rara del grupo. Acompañando al gesto, le sobrevino a la mente la idea de que pudiese manchársela de alguna salsa industrial de esas que lo adornan todo en los restaurantes de comida rápida. Por suerte, tras un fugaz y devastador enfrentamiento en su cabeza con otro pensamiento, el primero se evaporó. Realmente, solo se trataba de un objeto, fácilmente reemplazable en caso de pérdida o deterioro. Marta nunca le había otorgado más que la precisa importancia al mundo de la vestimenta. Con los pantalones, debido a la menor oferta, la decisión fue más sencilla. Se decidió por los más cómodos que tenía, no había necesidad alguna de parecer un embutido de cintura para abajo. Lo de las zapatillas era un caso aparte, ahí la decisión se esfumaba para dejar paso a la obligación, era la ventaja, o inconveniente, de tener solamente unas. Pero es que les tenía un cariño especial, quizá pudiese hablarse de un nuevo tipo de devoción no contemplada antes.

Pablo
                El reloj, que le habían regalado por su cumpleaños, se apretaba a su delgada muñeca marcando la una de la madrugada. Quizá fuese demasiado tarde para empezar ninguna discusión, pero Pablo necesitaba dejar escapar todo lo que su pecho ya no era capaz de mantener encerrado. Una vez más sus sentimientos empezaban a superarle. Sabía que ella no tenía la culpa, pero no veía ninguna otra alternativa, sabía que volvería a pagarlo injustamente. Haciendo gala de una fuerza que nunca tuvo, y con un poco de ayuda del viento, signo característico aquel día de otoño, dio un portazo que hizo retumbar todos y cada uno de los cuadros de su pequeño apartamento. Sabía que lo había oído, y casi podía sentir como le estaba esperando, despierta como siempre, no podía dormir sin él. Sin preocuparse en exceso por el lugar donde iba dejando la cámara de fotos, la mochila, las llaves y ese tipo de chismes que se han convertidos en indispensables en nuestra vida, se dirigió a su habitación. Era la única del apartamento, sabía que la encontraría allí. Una vez más no se equivocaba. Yacía en la cama, inmóvil, parecía disfrutar de un dulce sueño, de esos que te hacen olvidar lo duro que fue el día, lo injusto que es el mundo o lo falto de cariño que andas. Duele tanto despertarse cuando has conseguido acomodarte a la vida de tus sueños, pero duele más pensar que necesitas resguardarte en los sueños porque no puedes enfrentarte a la vida.
                A pesar de que el nerviosismo se había apoderado completamente de su cuerpo, hizo gala de una serenidad poco habitual para no hacer ningún ruido, ponerse algo cómodo para dormir y entrar en la cama junto a ella. El silencio y la tranquilidad que reinaban en la habitación hicieron que su ira se tornase en debilidad. De modo que lentamente la abrazó, pasó su cálida mano por todo el contorno de su cuerpo, acariciándola, sin esperar respuesta. Cuando realmente aprecias a alguien, das todo para no recibir nada, no hace falta, tu medidor de felicidad interna queda totalmente saturado con un sencillo gesto de dar cariño.
                Una tristeza, con la que nunca antes recordaba haberse encontrado, comenzó a oprimirle el corazón. Él siempre había sido un chico fuerte, pero ahora estaba solo, nadie podía verle, no habría testigos, y por tanto, tampoco motivos para no caer rendido en los brazos del llanto. Durante los últimos años, habían sido demasiados malos ratos, demasiadas horas sentado en el alféizar de su ventana, con incontrolables lágrimas resbalando despiadadamente por sus mejillas, mientras sus humedecidos ojos fijaban la mirada en la luna.
                Como era habitual en estos grises y oscuros días, comenzó un interminable y angustioso soliloquio reflexionando sobre su vida, o quizá su falta de vida, donde lo menos importante era el contenido, lo prioritario era desahogarse. Menos mal que contaba su compañía. Ella ya se había acostumbrado a verle así, no le gustaba, pero optaba siempre por no hablar y dejarle poner en orden sus pensamientos. Sabía perfectamente que nada de lo que hiciese o dijese solucionaría nada. Él era así, y ella estaba ahí para los buenos y malos ratos, aunque Pablo solía agradecerle más su presencia en estos últimos.
                Abrazado fuertemente, y a medida que el llanto cesaba, Pablo, en un repetido pero sincero gesto, la besaba, agradeciéndole una vez más su presencia y apoyo. Y después, casi repentinamente y de manera aparentemente inexplicable, volvía a llorar con más fuerza aún, incapaz de comprender por qué seguía en esa situación. Intentando evitar pensar durante mucho más tiempo, pues el siguiente sería un día duro y debía descansar, Pablo encontraba en la calidez de su cama el lugar idóneo para dejar que Morfeo se lo llevase durante algunas horas.
                ¿Por qué lloraba Pablo? Es sencillo, estaba cansado de que la almohada fuese su única compañera de tristezas. Siempre había echado de menos a los amigos que nunca tuvo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario