28 de marzo de 2015

Durmiendo con uno mismo

            Hoy, como cada noche, tendrán que irse a la cama, solos o acompañados, poco importa, de lo que nadie les librará nunca es de dormir con ustedes mismos. Quizá pueda parecer obvio, de extremada sencillez y tal vez insultante simplicidad, pero estoy seguro de que más de uno ha tenido la sensación incómoda de no caer en la placidez del sueño con facilidad, seguramente motivado por la más que angustiosa certeza personal de haber dejado algo por hacer, o por decir.

            Una de las cosas más difíciles a las que tenemos que enfrentarnos es hablar con nosotros mismos, reconocer lo que hicimos mal durante el transcurso del día, lo que no debimos comentar o las conversaciones que bajo ningún concepto tuvimos que evitar. A veces disfrutamos poniéndonos trabas a nuestro alrededor, barreras que nos proporcionen las excusas perfectas para quedarnos parados, disfrutando de la comodidad de nuestra quietud. Moverse siempre implicó esfuerzo y luchar parece haber pasado de moda.

            Hay quien decide hacer balance diario de su vida, semanal, mensual, anual, estos últimos quizá los más insensatos, o atrevidos, o seguros de sí mismos, según se mire. Pero también hay quien, por otra parte, nunca se para a meditar sobre el curso de su existencia, sobre sus aciertos y errores, simplemente se abandonan al cauce que mejor les lleve, se detienen en las orillas más atractivas y no pierden tiempo en decidir. Desestimo, quizá apresuradamente, esta segunda alternativa, al menos en lo relativo a mi propósito en lo presente, ya que no es más que un mero dejarse llevar, y no un verdadero acto de vivir, con toda su magnitud, con todo lo que ello conlleva y, todo sea dicho, con el dolor que puede causarnos, y el daño que irremediablemente provocaremos.

            No hay vidas perfectas, no existe teoría ética alguna capaz de otorgarnos los cauces de acción cotidianos que se acerquen a perfecciones morales hace tiempo abandonadas por su carácter ideal. No por ello debemos renunciar a la búsqueda de fundamentos o principios morales que nos ayuden a dirimir, en cada situación, cuál es la mejor de las alternativas posibles. Ahora bien, y es importante remarcarlo, nadie escoge con acierto en el cien por cien de sus elecciones, quizá ni siquiera el cincuenta, y a veces nos cuesta asumirlo. Esta autoexigencia tal vez se debe a la supeditación moral que tenemos respecto a ciertas morales heterónomas que exigen al individuo la capacidad de situarse en cotas inalcanzables dado su carácter ideal, pero no es momento de detenernos en tan ardua tarea de reflexión y examen.

            Sin enredarme más ni dormirme en los laureles, lo que trato de mostrar es la necesidad imperiosa, urgente en los tiempos que corren, y que quizá sea punto de partida para reflexiones y posibles instanciaciones de planteamientos morales reales, autónomos y particulares de cada individuo. La piedra angular de dicho cometido debe ser la aceptación de nuestra condición imperfecta como sujetos morales, la aceptación de nuestra realidad contingente y de las condiciones de incertidumbres que nos rodean, dificultando la toma de decisiones. Yendo ahora a lo concreto: acéptense tal y como son, ése es el primer paso. Acepten que por su cabeza pasarán pensamientos macabros, posibles actuaciones deleznables, acepten también sus posibilidades de cambio, busquen acercarse al tipo de persona que les gustaría ser y flexibilicen al máximo su condición para conseguirlo.


            Sólo siendo capaces de aceptarnos como somos, con nuestras imperfecciones y errores, podremos ser emprendedores en esa aventura que es vivir. Sólo entonces tendremos la capacidad para hacernos cargo del dolor que irremisiblemente causaremos y, sobre todo, para poder ser felices a pesar de ello.

14 de marzo de 2015

Preguntas

Probablemente,
todo esto empezó
porque pensé que
decirte que te quiero
sería quedarme corto,
porque compararte
con la belleza
sería hacerle
un flaco favor
al mundo.
Y no quiero
aguantar sus llantos,
su voz llamándote,
que suficiente tengo ya
con la mía.

Seguramente
sea injusto que os hable
de su manera de sonreírme
cuando se desnuda
y se tumba junto a mis miedos,
convirtiéndolos en deseo,
que os hable también
de morderle justo
en el interludio de sus labios,
donde pierde la fuerza
cuando me habla 
de cambiar el mundo,
donde me ahogo
cuando toca morir
(de amor).
Pero no puedo
pasar por alto
lo del horizonte
de su caderas,
ése por donde sueña
ponerse el sol cada noche.

Quizá mañana,
cuando se haya ido,
y yo siga jugando
con su olor y su recuerdo
entre las sábanas,
consiga darme cuenta
de todo lo que pierdo
en su ausencia,
consiga dar respuesta
a todos los interrogantes
que el tiempo me trajo,
en una correspondencia
que nunca fue mía.
Quizá, entonces,
sepa hacer
que se sienta única.