16 de noviembre de 2012

La gente

              La gente habla, opina, y sobre todo verborrea, la mayoría de veces sin argumentos, imposibilitando el diálogo, cerrados en sus pensamientos y sin intención de expandir horizontes, cayendo en un relativismo de opiniones que no nos llevará a buen puerto. Además, la gente no escucha, ¡total para qué!. Y, no conformes con eso, te invitan a dejar de hacerlo cuando elevan su tono de voz a niveles pavarottianos. La gente no lee, se les está olvidando. Escribir y hablar correctamente han dejado de ser importantes, se han subyugado a una mera intercomprensión comunicativa a través de algo que cada vez más se separa de lo que entendemos por lenguaje. Una vez más, no contentos con hacer gala de su manifiesta ignorancia, se mofan de los vocablos (que tan extraños les parecen) adecuadamente empleados en la situación precisa, el momento oportuno.

                La gente el 12 de octubre salió a la calle, a celebrar el día de la hispanidad, orgullosos aún hoy de lo que sucedió en América. Una de las mayores transformaciones de la realidad contadas en escuelas e institutos. Lo que allí hizo el pueblo español fue inhumano, y me enerva el tan repetido comentario de que deberían que darnos las gracias porque sino seguirían subidos en los árboles, ¡encima! Matamos su cultura, les imponemos la religión, aniquilamos sus esperanzas y sueños, haciéndolos formar parte del modelo de hombre occidental, y sumando a todo ello un terrible genocidio. ¡Menuda vergüenza! La misma que me produce ver lo está sucediendo en África, donde los países occidentales obligan, porque no se trata de una ayuda gratuita, a que se adopte su modelo de hombre a cambio de unos pocos alimentos que no les sirven apenas. Dejen de pensar en la labor de la Iglesia, porque la caridad es al precio de la aceptación de una religión, de la evangelización de esas “pobres ovejas descarriadas” que no han conocido a Dios. ¡Oh, qué lástima! Pero no es la lástima la que otorga dignidad a las personas sobre las que recae.

                La gente busca culpables lejanos de sus problemas más próximos, porque ¿cómo voy a ser yo culpable de lo que me pasa? La gente teme tanto miedo a vivir su propia vida que decide entrometerse en las ajenas. Su proyecto de vida ha quedado reducido a una torpe supervivencia, incapaces de hacerse cargo de sus posibilidades, cobardes.

                La gente se queda en lo superficial, en los hechos, en el fino y delicado papel cebolla que conforma la cotidianeidad del día a día, convencidos de que no pueden rasgarlo y mirar dentro, perdiéndose el gran espectáculo de vida que está teniendo lugar ahí abajo. La gente se queja de todo, se queja de la crisis (que no cambiará mientras al neoliberalismo solo le preocupe la validez de su teoría, sin importarle la práctica, y, siento deciros, que funciona teóricamente), de los políticos, de que no pueden hacer nada, dando palos de ciego. Sin darse cuenta de que se golpean unos a otros, desconocedores de su enorme poder dentro de un sistema democrático, por mucho que éste huela a podredumbre en algunos aspectos. Y la gente hace esto con el mando a distancia en la mano, cetro de poder, guillotina de mentes, contemplando telebasura, que todos conocemos y no merece la pena citar, y malgastando su tiempo, el poco que tienen todavía para hacer de sus vidas algo de provecho.

                Hablo de la gente, las personas, cada cual en su individualidad, son otra cosa. Vuelve, Diógenes, y ayúdame a encontrarlas.

6 de noviembre de 2012

Hojas secas


                    El frío arreciaba aquella tarde otoño en una ciudad perdida de un país desconocido. El abrigo era imprescindible, el gorro innecesario, las botas de agua y el paraguas de los más precavidos resultaban una carga, pues las nubes habían dado una tregua. El sol se asomaba intermitente entre ellas, tímido, asustado de las nuevas caras que iba a conocer.

                Dos de aquellos rostros anónimos nos pertenecían, eran los nuestros, cálidas máscaras que escondían secretos inconfesables. Caminábamos despacio, desacompasados, disfrutando más del paisaje que de la compañía. Nunca fuimos de agarrarnos de la mano, temíamos hacer efectivo el vínculo físico que delatase aquel extraño sentimiento que nos unía, nos asustaba reconocer que dependíamos el uno de otro, que nos necesitábamos. Tú siempre fuiste mi Penélope, yo intenté volver como Ulises, fallando en cada nuevo embiste. Te adelantaste hasta un banco que nos observaba desde lo alto, te sentaste en él y comenzaste a descalzarte. De ello me di cuenta después de algunos minutos, cuando mis pensamientos volvieron sobre ti. Permanecí estático, guardado una distancia precavida y oportuna para dejarte ser, para que me deleitases con alguna nueva extravagancia hasta entonces desconocida.

                    No dejas de sorprenderme. Nos vamos conociendo.

                  Desnudaste tus pies, desafiando al gélido aire, despojándolos de los calcetines que durante el ese día serían su hogar. Desconocía tus intenciones. Lentamente volviste a retomar tu posición erguida, apoyando tu cuerpo sobre aquellos dos pilares indefensos, dirigiéndote hacia la alfombra de hojas secas que cubría el suelo de tierra. Comenzaste a pisar suavemente, con una delicadeza de la que solo tú haces gala. Te volviste hacia mí, sabedora de que eran mis ojos los que te observaban, y dijiste:

  • Esta mezcla de sensaciones, la insignificancia que siento ante la grandeza del sol, y las hojas muertas resquebrajándose bajo mis pies, poniendo banda sonora a mi vida, me desconcierta a la vez que me hace feliz. Me siento pequeña, necesitada de un abrazo, pero, al mismo tiempo, me veo con la fuerza y seguridad necesarias para conseguir cualquier cosa que me proponga. Se aúnan en mí el sentimiento de que te quiero y de que ya no me haces falta.

2 de noviembre de 2012

Negativo de otoño


                   Aquel peculiar camino daba a su fin, el sendero moría a la orilla del río que a duras penas tenía el valor de fluir por su cauce, sintiéndose en la obligación de hacerlo, aunque contrariamente a su voluntad. Se detuvieron ante él, contemplando las pequeñas rocas que salpicaban el agua, dibujando una posibilidad de pasar al otro lado.

                Ella miraba hacia el suelo, incapaz de erguir la cabeza a causa del sentimiento de culpabilidad inculcado por una sociedad que no aceptaba aquellos encuentros, conocedora de que sus torpes pies no podrían sortear con pleno acierto aquellos obstáculos en forma de piedra. Él, que se percató de su inseguridad, le tendió la mano de manera amistosa, obteniendo como respuesta inicial varios pasos de retroceso por parte de ella. La miró a los ojos, observando en ellos el reflejo de la tierra mojada en la que el exceso de agua no permitía que la vida floreciese, y buscó una solución. Fortuitamente, se topó con una pequeña rama que recogió y ofreció a ella. Se rompió así el miedo, la invisible fortaleza que se había erigido entre ambos, y el torcido palo ejerció de puente levadizo, conectando dos mundos diferentes, hasta entonces aislados.

                Solventando el riachuelo, las manos de ambos se aferraban con fuerza a cada uno de los extremos de esa nueva extremidad común. Lentamente, ante la atenta mirada de ella, en la que se dejaba ver un tenue atisbo de impaciencia, la mano derecha de él se deslizó hacia el lado hasta entonces prohibido, aferrándose al contorno de unos finos dedos que en ese momento ocultaban todo el amor que ella había guardado.