Aquel
peculiar camino daba a su fin, el sendero moría a la orilla del río que a duras
penas tenía el valor de fluir por su cauce, sintiéndose en la obligación de
hacerlo, aunque contrariamente a su voluntad. Se detuvieron ante él,
contemplando las pequeñas rocas que salpicaban el agua, dibujando una
posibilidad de pasar al otro lado.
Ella
miraba hacia el suelo, incapaz de erguir la cabeza a causa del sentimiento de
culpabilidad inculcado por una sociedad que no aceptaba aquellos encuentros,
conocedora de que sus torpes pies no podrían sortear con pleno acierto aquellos
obstáculos en forma de piedra. Él, que se percató de su inseguridad, le tendió
la mano de manera amistosa, obteniendo como respuesta inicial varios pasos de
retroceso por parte de ella. La miró a los ojos, observando en ellos el reflejo
de la tierra mojada en la que el exceso de agua no permitía que la vida
floreciese, y buscó una solución. Fortuitamente, se topó con una pequeña rama
que recogió y ofreció a ella. Se rompió así el miedo, la invisible fortaleza
que se había erigido entre ambos, y el torcido palo ejerció de puente levadizo,
conectando dos mundos diferentes, hasta entonces aislados.
Solventando
el riachuelo, las manos de ambos se aferraban con fuerza a cada uno de los extremos
de esa nueva extremidad común. Lentamente, ante la atenta mirada de ella, en la
que se dejaba ver un tenue atisbo de impaciencia, la mano derecha de él se
deslizó hacia el lado hasta entonces prohibido, aferrándose al contorno de unos
finos dedos que en ese momento ocultaban todo el amor que ella había guardado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario