22 de octubre de 2013

Deporte como alternativa

                  El despertador suena en mi mesilla, rompe el silencio de la noche, acaba con el descanso. Son las ocho de la mañana de un sábado o domingo cualquiera, y sí, ya toca despertarse. “Loco”, pensaréis algunos, “con tu edad y levantándote a esas horas”. “No entiendo cómo puedes quedarte en casa un viernes o sábado por la noche”, escucho frecuentemente a muchos de mis compañeros o conocidos, a lo que añaden: “encima sin salir de fiesta”. Suelen venir a mi cabeza esos comentarios mientras, torpemente, preparo el desayuno. Hay que comer bien, que nos espera una dura jornada de entrenamiento o quizá toque competir. “¡Anda! Pero que encima madrugas para hacer deporte, si es que no tienes remedio”. Si ya lo sé, comprendo que no lo entendáis, pero nadie me ha preguntado nunca por qué lo hago, la gente prefiere darse sus propias respuestas después de plantearse la pregunta. Muy enriquecedor, sí.

                 Ante todo, para que no haya malentendidos, el deporte es mi elección, nadie me obliga a ello, no lo hago sintiéndome presionado, consciente ni inconscientemente, por ninguna persona o grupo social. Mientras muchos, la mayoría quizá, simplemente se dejaban llevar, haciendo lo que todos hacen, tomando ideas prestadas sin pasarlas por el tamiz de la crítica personal y designándolas indebidamente como “propias”, mientras tanto, digo, yo decidí voluntariamente decantarme por el deporte como vía para aprender. Obviamente no es la única opción, hay más alternativas, pero todas implican arriar las velas y decidir a dónde quieres que te lleve la marea.

           Tolerancia, respeto, humildad, amistad, paciencia, esfuerzo, sacrificio, constancia, trabajo, sinceridad, y un largo etcétera, son los valores que he aprendido gracias al deporte. ¿Y saben lo mejor? Que todos estos frutos recolectados ahora puedo aplicarlos al resto de mi vida. Todos y cada unos de los momentos de deporte que recuerdo van acompañados de una sonrisa, desde el sufrimiento en el gimnasio hasta la satisfacción por la victoria en una cancha de baloncesto. Normalmente rodeado de amigos, con los que compartir alegrías y superar las derrotas; aunque, a veces, en soledad, propicios momentos que facilitan el encuentro con uno mismo, que nos ayudan a enfocar desde otra perspectiva nuestros problemas, a superarlos, así como tomar decisiones importantes en cualquier ámbito de nuestra vida.

                Pero parece que seguimos sin comprenderlo, continuamos obcecados en nuestro empeño de criticar al que hace demasiado deporte, al que le va la vida en ello, como decimos coloquialmente. ¿Dónde está el problema?, me pregunto. ¿Qué está haciendo mal? ¿A quién perjudica? ¿Qué pasa si uno quiere acompañar el ejercicio físico con una dieta sana y equilibrada? A veces siento, con comentarios como los que apuntaba al comienzo, que todo sería más fácil si mi vida durante el fin de semana transcurriese de noche, si llegase a casa, algún que otro día, con poco conocimiento de dónde estoy y de cómo he conseguido encontrar la cama. Todo sería “normal”, esa normalidad que tanto me duele y tan poco soporto, si hubiese tenido mis desavenencias con el alcohol, el tabaco y alguna que otra sustancia estupefaciente. Al menos, como vosotros, podría contárselo a mis amigos sin que me mirasen con caras raras, algunos, incluso, se sentirían orgullosos. Eso sí sería aceptado por todos, son los problemas que se suponen que se tienen a esta edad, o por los que uno debe haber pasado para… ¿para qué? ¿Para ser una persona normal, uno más entre el resto? Lo siento, pero mi “problema”, para muchos, es no tener esos problemas. Estamos perdiendo el norte y no aceptamos la ayuda de quien nos ofrece una brújula.

17 de octubre de 2013

Mirada desde el precipicio

Ahí estás, vuelvo a verte, no te vayas ahora que te tengo tan cerca, ahora que te siento en el precipicio que se abre entre mis dedos y estas monótonas teclas. No desates el único vínculo que me queda con un austero futuro que no deja de convertirse en pasado, ante una mirada impasible, negándose a perder el último brillo de esperanza. 

Aunque, pensándolo mejor, rompe todas las últimas lanzas que quieras, pues la guerra la dimos por perdida, ya ni las últimas hogueras desprenden el más mínimo calor. Deshaz tus sueños y haz la maleta, llénala de todos aquello que no conseguimos juntos, de los deseos que quedaron en la cuneta de nuestras repetitivas conversaciones unilaterales. Apaga las fotos bajo la luz de un mechero, y rompe los recuerdos, estámpalos furiosamente contra el suelo, y que se vaya en cada nueva embestida un poco de mí con ellos. 

Será entonces, cuando me haya ido o, al menos, cuando pienses que ya no estoy contigo, el mejor momento para recordarme como lo que realmente fui para ti, sin esa amalgama de sinsabores y tragos amargos que sólo emborronarán tu cabeza con arrepentimientos injustos. Pasarás, a partir de este momento, a reconocerme en todas y cada una de las canciones que sostuvieron los subjuntivos, en los poemas que acribillarán nuestro pasado con sus versos, y en cada sucia palabra que te escriba, a escondidas, desde la oscuridad de debajo de mi almohada.

10 de octubre de 2013

Sueños

Cayeron estrepitosamente las columnas que sostenían aquella fortaleza erigida torpemente entre sus cuerpos. Se diluyeron los miedos, temerosos del posible enfrentamiento contra aquellos labios que no paraban de robarse besos. Se desnudaron sus mentes, ofreciendo impolutos pensamientos contra el escarpado acantilado de la opinión ajena. Desbordadas, todas sus pasiones ocultas salieron a la luz, cegando involuntariamente las obsoletas palabras de amor que ahora comenzaban a rebotar torpemente por toda la habitación. Suicidas miradas se precipitaban por el abismo de los ojos del otro, tranquilas en su viaje hacia una interioridad aún por descubrir.

Quizá fue este el principal motivo por el que no consiguió evitar la conmoción cuando, la mañana siguiente, todavía envueltos en la añoranza de las sábanas, le preguntó con qué había soñado. Entonces contestó, en un apenas audible susurro, que hacía ya algún tiempo desde que sus sueños fueron ocupando, progresivamente, otros cuerpos, vidas distintas a la suya. Se apagaron las ilusiones y esperanzas, se marchitaron los deseos cuando le arrebataron la libertad de no ser otro eslabón más dentro de un engranaje que sonaba a oxidado. El precio de no pasar por el aro, de no obedecer a lo socialmente establecido, acabó con su vida interior, la única que verdaderamente le pertenecía. Aquella que en su tiempo denominamos vida exterior se había convertido en un triste reducto de redes establecidas por los demás, en la que ni uno mismo era ya el centro, sino un nudo más en ese burdo entrelazamiento de relaciones estúpidas, incoherentemente inconexas, un punto desde el que colgaba la soga que ponía fin al dolor.


Tal vez ese fue el comienzo del círculo, el desencadenante que le hizo perder su trabajo, la custodia de sus hijos y la fe en la vida, por la que tanto había luchado. Quién sabe si fue aquél el comienzo de su forzado ayuno, de su falta de liquidez económica, como eufemísticamente lo llamaban. Es improbable que consiguiese averiguarlo nunca, pero tampoco quería hacerlo, intentaba olvidar sus palabras ante aquel cuestionamiento acerca de sus sueños, pues la pregunta solo obtuvo por respuesta: «Un alma desnutrida, sin alimento, es incapaz de soñar».