4 de agosto de 2017

De la muerte en la literatura

Se fueron en un abrir y cerrar de ojos. Casi literalmente. No tuve tiempo de despedirme, de agradecerles los buenos momentos, de confesarme devoto de sus historias, de exteriorizar con palabras lo que sus vidas, a través de las palabras de otro, significaron para mí. Apenas alcancé a explicarles cómo, mientras me hallaba absorto con un nuevo mundo abierto entre mis manos, dejé de ser para empezar a comprender, a empatizar, a aprender en una piel que no era la mía y que se componía de tinta y celulosa. Diferentes perspectivas de las que me apoderaba despiadadamente, a veces con tanta pasión que algunas de las emociones me golpeaban con tanta fuerza como para devolverme, por unos segundos, a ese cuerpo que ya casi me resultaba extraño.  Sentía como propias cada pequeña alegría, cada lágrima, todas y cada una de las frustraciones y callejones de salida, encrucijadas vitales, frente a los cuales se encontraban aquellos personajes que permanecían inertes a mi mirada, completamente desconocedores de mi cercana vigilancia. No leía, vivía.

Quizá sea lo mejor, incluso lo más justo, pero nunca me es posible evitar el sabor amargo de despedida unilateral cuando se cierran por última vez las tapas del libro que justo he terminado. Al igual que no hubo presentación inicial, apretones de manos o besos en la mejilla, tal vez sería un poco absurda cualquier muestra de tristeza, una mano en alto diciendo adiós sin respuesta. Quizá, y aquí me aventuro por senderos completamente desconocidos, sea inútil intentar dilucidar una mínima conexión entre morir y cerrar un libro, quizá simplemente se trate de finales de historias que no comparten más que una pequeña comparación con tintes metafóricos. Y, sin embargo, conforme escribo y este conjunto de palabras, cobra algo de sentido, la idea se torna plausible en mi cabeza. La despedida, el perpetuo adiós, la casi imperante necesidad de aferrarse al recuerdo que revive sentimientos, mata monstruos y cubre la pena con la dulce sensación de haberlo vivido, de haber compartido momentos, tiempo, con aquellos a quien queríamos, personajes o personas, poco importa.

Tal vez, y solo tal vez, el niño que lee se prepara, sin saberlo, para la muerte, la arropa con la ternura de aquel que desconoce muy bien a lo que se enfrenta, con la inocencia impoluta del que desconfía de todo aquello que le cuentan ‘sus mayores’, aprendiendo así a aceptarla, a mirarla cara a cara, a los ojos y susúrrale al oído: “no te tengo miedo”. Y tal vez solo así, con la seguridad del que ha conquistado su derrota, el niño sea capaz de vivir con la tranquilidad del que no necesita vencer para ser feliz, con la calma necesaria para paladear y degustar cada instante, con la confianza del que se sabe liberado de la mayor de sus cadenas.

Por eso, no solo el niño, sino cada uno de nosotros, cada vez que abrimos un libro y nos sumergimos en sus páginas, quizá estemos aceptando nuestro propio final y el de aquellos que nos rodean, quizá estemos también, a la vez, aunque sin saber muy bien cómo, curando heridas pasadas, perdonando, en las tramas del libro, lo que un día fuimos nosotros o aquellos que nos hicieron daño.

Quizá, y solo quizá, sea verdad aquello de la que la tarea más dura sea la de estar en soledad y conocerse a uno mismo, y tal vez los libros sean el mejor camino, pasaje, puerta para conseguirlo.


Lée(te).

14 de marzo de 2017

De repente...

De repente te descubres nómada, te paras a contemplarte desde fuera de ti y te golpea la idea de saberte náufrago en el mar de tu existencia, en una desolada isla que no sabes muy bien si llegaste a elegir. Las noticias te salpican en forma de mensaje lanzado al agua en el interior de una botella que no sabía muy bien si llegaría a ser rescatada. Hablan de fronteras, de un tal presidente del considerado país más poderoso del mundo cuya obstinación y racismo le han llevado a postular la xenófoba idea de levantar, sobre esa línea imaginaria que ya dibujan los mapas, un muro, materialización de la absurda idea de frontera, para separar, segregar, diferenciar sobre el terreno lo que sobre el pensamiento ya hace la idea de ‘nación’. Desde tu atolón, si el viento sopla a favor y el graznido de los pájaros que solo existen en tu cabeza cesa, llegas a escuchar el grito de un pueblo enfurecido, indignado, que se escandaliza ante la humanidad de tal inhumana barbarie. Mientras contemplas y escuchas inmóvil, tratando de procesar todo lo que sucede, llegar a la raíz de la cuestión, se escurre entre tus labios, mezclado con lo salado de la brisa marina, el cinismo, la desfachatez, la hipocresía de las palabras que llenan sus bocas y salen disparadas por doquier.

Torbellino de pensamientos que inundan en un instante tu cabeza y te impiden discernir con claridad lo que está pasando. ¿No hay algo de familiar en todo esto? ¿A qué te recuerda? No, te niegas a creer lo primero que de modo tan fugaz atraviesa tu mente. No puede ser, te niegas a aceptar que aquellos que cierran sus puertas a los refugiados, a los inmigrantes que se juegan la vida llevando como único equipaje una esperanza que se negaron a dejar por el camino, se escandalicen frente a la construcción del citado muro. Te repites a ti mismo, una y otra vez, que debe haber alguna diferencia, te das un tiempo para asimilar lo que acabas de leer y tratas de investigar sobre el asunto con la solemne decisión de poner fin a esta desazón que te oprime el pecho.

Mucha información, opiniones dejadas por cualquier rincón de internet, en forma de artículo, blog, noticia, comentario en redes sociales, puntos de vista que desafían a la verdad, que se equiparan al conocimiento sin ni siquiera tomarse la molestia de disfrazarse de razonamiento falaz. Sientes vergüenza. Más todavía cuando un pequeño gráfico congela tu respiración y detiene de repente el palpitar de tu corazón. Dos vallas de seis metros de altura, una de ellas, la colindante con el país vecino, reforzada con una concertina rebosante de cuchillas que dan la bienvenida a todo aquel que se aventure a saltarla (y cuya retirada fue declinada hace tan solo unos años por el presidente del país en que se halla). Por si fuese poco, una sirga tridimensional intermedia acentúa la inhumanidad de tan miserable muestra de la barbarie humana que parece verse en territorio ajeno y obviarse en el propio.

“El problema era que tenías que seguir escogiendo entre lo malo y lo peor hasta que al final no quedaba nada. A la edad de 25 la mayoría de la gente estaba acabada. Todo un maldito país repleto de estúpidos conduciendo automóviles, comiendo, pariendo niños, haciéndolo todo de la peor manera posible, como votar por el candidato presidencial que más les recordaba a ellos mismos. Yo no tenía ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba.”

Charles Bukowski.

2 de febrero de 2017

La bañera


Desde la ventana mi vista alcanza a vislumbrar torpemente una bañera. No hay nadie en su interior tomando un baño. Tiene, como único sostén, cuatro pequeñas piezas de madera atornilladas a su base. Su exterior ha sido pintado de un azul templado y la mitad de uno de sus laterales ha sido decapitada. Imagino que el lado superviviente esconde unos cómodos cojines y me planteo si, entonces, ha dejado finalmente de ser una bañera. La mesa que la acompaña parece indicar la dirección correcta hacia una respuesta adecuada, acorde a la nueva identidad de la ahora ‘no-bañera’.

¿Qué sentido podría tener ahora intentar llenarla de agua? ¿Será consciente la bañera de su nuevo ser? ¿Es posible que siga siendo bañera, aunque sea en la mínima e ínfima manera en que se sigue siendo algo en el recuerdo de alguien? ¿Cuándo dejó de ser bañera para empezar a no serlo? ¿Qué es exactamente ahora? ¿Es una bañera haciendo las veces de sofá? ¿Acaso un sofá con forma de bañera? ¿Alguien más se habrá percatado de su casi inadvertida presencia? ¿Alguien se ha parado a preguntarle cuál es su nueva identidad? 

Cambios. Transformaciones, voluntarias o no, que nos moldean incesablemente sin ni siquiera preguntarnos. De repente, una mañana al levantarnos, descubrimos esa parte que nos falta, ese trozo amputado que nos impide volver a ser aquello que con tantas ganas pretendíamos al abrir los ojos. Queremos, pero no podemos. Nos llenamos de agua, como la no-bañera, y vemos que no podemos contenerla en nuestro interior, hemos dejado de ser, para empezar a ser de nuevo. Tenemos a nuestro alcance la inmejorable oportunidad de transformarnos, manipular nuestros materiales y crear con ellos lo que nadie espera. Resurgir de nuestras propias cenizas no necesita de la cremación completa de nuestra identidad. Voluntad y paciencia, ganas de construirnos, conscientes de las influencias externas pero escogiendo autónoma y conscientemente entre el gran abanico que tenemos ante nosotros. Y, por qué no, creando nuevos caminos, abriendo nuevos horizontes de posibilidades. 

Olvidar. Dejar a un lado la necesidad impuesta e innecesaria de definirnos ante la mirada ajena de aquellos que nunca fueron capaces de ser ‘no-bañera’, de vivir en el interludio de dos notas musicales, en el intersticio vacío entre dos palabras, para desde ahí empezar a Ser de manera auténtica. Fuerza y determinación para aceptarse roto, vacío, en construcción, sin fecha concreta de finalización, quizá condenado de por vida a un rehacerse constante.

Decisión y seguridad para ser felices en el trayecto.