26 de abril de 2011

Horas de viaje, horas de autobús

Silencio, tranquilidad, calma. Asientos libres y ocupados, somnolientas personas enchufadas a sus dispositivos de música a través de unos cada vez más aparatosos auriculares. Cables por los que parece oírse la tenue voz de Morfeo llamándoles a aposentos para descansar junto a él. Lentos y dubitativos pasos hasta encontrar tu asiento, o elegir el más aislado posible.

Comienza el viaje después de que algún acalorado pasajero llegue con la lengua fuera, ansioso porque su despertador hubiese sonado diez minutos antes. Una vez en marcha solo el leve traqueteo de un motor cada vez más agotado por realizar día tras día la misma ruta. También los autobuses necesitan un cambio. Es demasiado temprano para leer o ver alguna película, así que yo también opto por dejare llevar al son de una pausada melodía hasta entrar en el único mundo donde uno puede seguir siendo lo que quiera, donde cualquier fruto de la imaginación infantil puede ser logrado, superado. Empiezo a soñar.

Y una vez más, cuando comienzas a acostumbrarte a esa aproblemática existencia, tu reloj biológico suena con más fuerza que cualquier otro dispositivo electrónico para recordarte que no debes estar muy cerca de tu destino. Renegado, cansado, y con una torcida mueca en la cara, te levantas de tu asiento y bajas del bus. Es el momento de recoger tus maletas. Y es que por pequeño que sea el viaje siempre debemos llevar con nosotros una pequeña carga.

Primera parada. Demasiado corta para salir de la estación, demasiado larga si no tienes compañía. Es el momento de desayunar. Tu estómago ha comenzado a desperezarse y solicita a gritos algo de comida. Lo de siempre, no es el momento de experimentar cuando todavía te esperan otras tres horas de autobús. Antes de irte, con un simple gesto das tu apoyo a una sociedad capitalista y pagas. Debe ser así.

Optimista porque tu destino está cerca, te diriges hacia el nuevo autobús, vives demasiado lejos como para tener uno directo. Desconocedor de cuál es tu andén buscas un lugar donde la gente espere, y lo encuentras rápidamente con una simple mirada al frente. Entonces te detienes, y si eres un poco observador podrás ver escenas que siempre se repiten.

Alguna abuelilla lleva esperando una media hora al autobús, mirando sin cesar la pantallita de información y alternando con el reloj, para comprobar con continuamente que se halla en el lugar correcto a la hora adecuada.

Padres, siempre hay algún padre para despedir a sus hijos, quienes no podrán librarse, a pesar de cualquier argucia que maquinen sus mentes, de ese abrazo y beso final antes de marcharse. No importa que estén tus amigos, tu pareja o cualquier conocido, a ellos les da igual, y a tú algún día también lo harás.

Estudiantes, mochilas, apuntes, ordenadores y auriculares que cuelgan del cuello o asomando por la camiseta. Deseosos de independencia o añorantes del calor del hogar, al fin y al cabo estudiantes, que se dirigen a la ciudad que eligieron, o les eligieron, para el transcurso de su vida académica.

Y, por último, en mayor o menor número, siempre hay algún lugar en un autobús para los enamorados. Felices si emprenden un viaje juntos; vacaciones, descanso, relax. Algo más tristes y besucones si se despiden y es uno de los dos el que marcha. Estos se susurran los últimos “te quiero”, bajo la indiscreta mirada de alguna persona falta de cariño, que les envidia de un modo particular y a la vez, desde su anonimato, se alegra realmente de que demuestren todo su cariño.

Subes al autobús de nuevo, miras el número de tu plaza y te diriges hacia ella. Descubres que está ocupada. Vuelves a observar, esta vez con mayor detenimiento, tu billete y confirmas que ese es tu asiento. Intentando ser amable, cortésmente le indicas que es tu asiento. Él, o ella, sabedor de que este momento llegaría se marcha y busca otro asiento, que tampoco es el suyo pero que está libre.

Vuelves a enfrascarte en la música, pero hay algo que se escucha por encima de ella. Voces, personas hablando en un idioma que no alcanzas a comprender, pero que por el tono te aventuras a predecir que puede ser francés, o quizá alemán, o tal vez ese inglés que tienes tan descuidado. No importa, te gusta oírlo. Antes de sumergirte de nuevo en ese idioma sin vocablos, alcanzas a escuchar un leve llanto, quizá más cercano al sollozo. Es ahí, delante de ti o a tu lado, alguien llora pegado a un móvil. Y es que hay cosas que no se dicen por teléfono.

Miras el reloj, y todavía dos horas. Alegremente piensas: “Bueno, ya queda menos de lo que llevo.” Idiota esperanza la tuya, que solo sirve para buscar un nuevo entretenimiento con el que distraerte. Echas otro vistazo, y ahora solo ves cabezas. Pelos de punta, medias melenas,  algún comienzo de calva, coletas y pocos pelos canos. Evitas mirar hacia detrás, demasiado descarado. Descubres un libro, y te alegras; la gente sigue leyendo, sea lo que sea.

Decides abandonarte al tedio y el aburrimiento mirando el paisaje. Un coche, dos coches, tres coches. Mejor fijarse en otra cosa. Juegas a buscar algún lugar donde la mano del hombre no haya llegado todavía. Allí, a lo lejos pareces divisar un verde paisaje, sin nada blanco que haga predecir una casa. Te alegras, pero solo es momentáneo, porque caes en la cuenta de que es tierra cultivada. Una pena.

Recuerdas cuando eras pequeño y jugabas con tu madre a ¡veo, veo! Esos sí eran viajes divertidos. Te viene a la cabeza la cómica imagen de todo el autobús jugando, pero la apartas rápidamente para no soltar una fuerte carcajada que haga que todas esas cabezas se vuelvan hacia ti con un serio gesto y te soliciten no muy educadamente silencio. ¡Ni que ellos nunca se hubiesen reído!

Es tiempo de leer algo hasta llegar.

Y es que seis horas de viaje dan para mucho.

25 de abril de 2011

Solo un beso...

Y poco a poco el beso fue perdiendo su condición de fortuita y azarosa situación en la que dos pares de labios de superponen físicamente, para dar paso a un torrente de indescriptibles emociones que solo los jóvenes amantes poseen y muy pocos logran conservar. Es bonito aprender a volar fuera de la imaginación y el sueño, sentir como el deseo y la pasión son los únicos combustibles que tu cuerpo necesita para entrar en un ansiado estado de ingravidez del que durante unos segundos logras disfrutar.

¿Qué mejor forma de escapar, de evadirse de la realidad que un beso? ¿Qué, sino un beso, para agradecer lo que han hecho por ti? ¿Cómo demostrar ese amor filial evitando ese cálido beso en la mejilla? ¿Por qué iba a dejar de besarte? ¿Para qué olvidar a que saben los labios de la persona a la que besas? ¿Dónde besar si no es bajo la luz de la luna? ¿Quién mejor para besar que la persona con la que acabas de discutir?

Un momento, el momento de mayor felicidad que recuerdas, instantes en los que tu vitalidad se multiplica, parones en el tiempo, que congelamos y traemos a la mente a nuestro antojo, cuando más los necesitamos.

Besos de presentación, de despedida, besos entre amigos, entre hermanos, padres, abuelos, besos que significan tanto, y besos que no significan nada. Besos dulces, amargos, besos cálidos y fríos, cercanos o distantes, … pero al fin y al cabo: BESOS.

21 de abril de 2011

Una lluvia primaveral

Una apagada lluvia primaveral azota con fuerza mi ventana y, no sé cómo, pero consigue hacerse eco en mi corazón, para recordarme que poco a poco todo se va desmoronando. El castillo de arena en el que se estaba convirtiendo mi vida comienza a debilitarse por la subida de la marea. Pausadamente, las olas van chocando contra el núcleo central de la estructura, pues las murallas hacen tiempo que cedieron ante la constancia. Mientras tanto, sigo sentado, encerrado en la torre más alta de la construcción, sin la fortaleza necesaria para luchar contra lo inevitable. La ilusión y la seguridad se fueron sin despedirse, dejando aun más solitaria a mi triste alegría, que hace ya algún tiempo que ha decidido hibernar con la esperanza de que cuando despierte las cosas hayan mejorado. Ilusa motivación la que la lleva a abandonarme ahora que tanto la necesito. ¿Quién si no va a ayudarme a ser yo? ¿Quién sino ella es la compañera de este estático viaje en el que me encuentro? Hipócrita alegría la mía, que solo deja verse cuando las dificultades saben que no podrán conmigo.

Me hallo tan desprovisto de ganas que mi indignación ante el mundo está disminuyendo a un ritmo brutal, la aplastante realidad de los hechos empieza a superar mi espíritu revolucionario que siempre ha querido enfrentarse a ellos, aunque solo fuese en cómoda utopía creada en mi mente. Me da tanto miedo perder la curiosidad, alegría y ganas de vivir de un niño… Y me niego a que me la arrebate la sociedad con la excusa de que las cosas deben ser así. El día que quiera caminar por las calles de una triste ciudad con la neutralidad de un autómata lo haré por decisión propia, seguramente motivada por la desesperación y la impotencia, pero nunca por imposición.

Necesito, quizá más que nunca, encontrar todo lo que se me ha perdido, pero desconozco por dónde empezar a buscar y, ahora mismo, tampoco dispongo de las ganas para hacerlo.

20 de abril de 2011

Tardes de primavera

Me gusta mucho mirar por la ventana estas tardes, en las que el sol dura hasta muy tarde y mi cabeza quiere alejarse, perderse entre los paisajes que mis ojos no alcanzan a contemplar. Sentirme durante al menos unos minutos libre, no pido ni siquiera un día, solo necesito que el sol caliente mis mejillas y cerrar los ojos, soñar despierto que todas mis preocupaciones desaparecen y que no soy yo quien desaparece entre ellas. Son demasiadas obligaciones y pocos derechos los que últimamente se empeñan en hacerme verme, ¿por qué nadie me dice que tengo la obligación de darme un poco más de tiempo a mí mismo? ¿Acaso no me lo merezco? Estoy cansado de no poder concederme ni un solo minuto, ando todo el día pendiente de los demás, intento siempre que puedo ayudarles a darles a sus vidas un mejor motivo por el que seguir exprimiéndolas, pero ¿quién me ayuda con la mía? Estoy harto de ser el apoyo de los demás, cuando yo me derrumbe también necesitaré unos buenos cimientos que me sostengan y me permitan reconstruirme. Y hoy, no siendo la primera vez, vuelvo a darme cuenta de que si me caigo no los tendré. Los que siempre han dicho que estarán ahí huirán despavoridos, los que mínimamente me aprecien solamente llegarán a sentir lástima por lo que me pasa y los que me quieran intentarán tirar de mí, pero cansados de que no ponga nada de mi parte acabarán por marcharse. Seguramente es esto lo que debería hacer, dejar que me ayuden, pero sé que no querré, siempre me ha gustado hacer las cosas por mí mismo, una vez más haciendo gala de orgullo y tozudez. Como si lo viese venir.

No son pocas las veces que me pregunto si la gente verá lo mismo que yo en estas cálidas tardes de primavera en las que el sol tarda tanto en ocultarse, permitiéndonos rehusar la tristeza de la noche durante algunas horas más. Al igual que las tempranas noches de invierno producen en mí un aumento de la nostalgia y me enfrían poco a poco el corazón, la suave luz que acaricia mi rostro en estas tontas tardes de abril consigue que sea un poco más optimista.

Tras estos preciosos atardeceres, un delicado manto de estrellas se extiende sobre nosotros, dejándose ver brillantes, orgullosas de hallarse tan separadas de nosotros. Felices, sabedoras de ser el perfecto escenario de los jóvenes enamorados que se susurran al oído, mientras las contemplan, que siempre habrá algo que los una, sea cual sea la distancia que los separe.