27 de abril de 2013

Esas dudas que atraviesan tu cuerpo al respirar.

¿Las preguntas inconclusas?
Yo.
¿Los interrogantes perpetuos?
Tú.
¿Dormir en la inseguridad?
Yo.
¿Mis sueños?
Tú.
¿El dolor del sentimiento?
Yo.
¿El de mi boca?
Tú.

La huida


           ¿Quién no ha tenido alguna vez ganas de salir corriendo? ¿Quién no ha soñado despierto con escapar de todo aquello que hace que se le constriña el pecho? Es sólo que no siempre se puede, no todo depende de nosotros. Por ello, aunque solo sea durante el poco tiempo que dediquen a leer este artículo, les invito a que me acompañen en mi huida.

                Huyamos, ante todo, de esta visión economicista del mundo que se está imponiendo subrepticiamente en nuestras vidas. Si bien sería reduccionista  (y harto absurdo) pensar que todos los fenómenos sociales y culturales pueden explicarse atendiendo únicamente a la economía capitalista en que nos hallamos inmersos, tampoco podemos obviar la enorme influencia que ésta ha tenido en nuestra manera de configurar el mundo. Pocas son las esferas que han quedado a salvo de esta burda impregnación económica.

              El arte, contemplando bajo el término desde el cine a la literatura, pasando por pintura y escultura, música o arquitectura, se está convirtiendo cada vez más en una marioneta en manos de un torpe titiritero que mueve sus dedos de manera irracional. No quiero cerrarme con ello a las nuevas propuestas artísticas, pero nadie puede negarme que, en multitud de casos, nos están vendiendo la burra, permítaseme el coloquialismo. El arte se ha mercantilizado en exceso, pasando a un plano central el consumo desenfrenado que las nuevas masas de fieles hacen de él, vaciándose, por el contrario, de todo contenido o significatividad que tuviese antaño. Lo que importa es que la gente vaya al cine, compre libros, pague por espectáculos exclusivos, acuda a exposiciones de nuevos artistas en auge.

                De otro lado, también se ven fuertemente afectadas las relaciones interpersonales, nuestro modo de tratar con el otro, que ha pasado a verse como un medio al servicio de nuestros fines. La crisis axiológica que acuciamos hoy en día, a la que debe ponerse solución por delante de la crisis económica que tan interiorizada tenemos (¡qué ingenuos nosotros!), ha dado como resultado personalidades para las que todo vale con tal de conseguir aquello que ansían, ambicionan, pero que nunca sabrán valorar. El conjunto de individuos con el que interactuamos diariamente no es visto más que como un objeto al servicio de uno mismo, que debe exprimirse para conseguir el máximo jugo y después desecharse. Y quiero huir, poner pies en polvorosa, aunque sea momentáneamente, del pavor que me produce ver cómo el amor y la amistad se diluyen en la impersonalidad del trato a los demás como objetos. La lucha, el tesón, las ganas y la ilusión a la hora de empezar, y sobre todo al conservar, una relación interpersonal han sido desestimadas, tomadas por imposibles, vistas como ideales inalcanzables.

              Huyamos, finalmente, de la racionalidad que se impone a diestro y siniestro intentando adaptar la realidad a sus moldes, desbancando duramente todo lo irracional. Pero despojemos el término de toda lo peyorativo que lo acompaña, pues me refiero con «irracional» a los sentimientos, emociones, impulsos, motivaciones, que tal vez sean mucho más determinantes que la inmaculada razón que, según dicen, debe guiar en exclusiva nuestra vida. No se trata, por tanto, de pasar de un extremo al otro, sino de aunar ambas y ser conscientes de que no podemos dejar de lado todos esos sentimientos y motivaciones que nos mueven siempre con más fuerza que los argumentos racionales. Hay que abrir la jaula de pensamientos que encarcela nuestras pasiones, para que éstas nos impregnen, sintiéndonos un poco más vivos.

23 de abril de 2013

En el tiempo que dura un semáforo

En el tiempo que dura un semáforo, en ese tránsito de la vida del verde hasta la muerte del rojo en el que el ámbar se presenta como un ineludible sufrimiento, me he dado cuenta de que dejé de quererte en las vidas que nunca serán mías, en los ojos que nunca fueron capaces de sostenerme la mirada. En ese breve interludio, en el que verdaderamente tengo tiempo para dejar de pensar, he vuelto a enamorarme de quien está a punto de cruzarse en mi camino para perderse en el olvido que queda tras mi espalda. He soñado, en la intimidad de un pestañeo, con ese nuevo cuerpo que ante mí se presenta, expectante, desafiándose a la más ardua lucha carnal jamás presenciada desde el borde de mi cama.

En el tiempo que dura un semáforo me he dado cuenta de que ya no te quiero, ¿no es cierto? Y salvo que el amor no sea más que un recuerdo, no volveré a quererte, no guardaré de ti ningún otro recordatorio que me haga sufrir. No salvaré de mí ninguna excusa que pueda hacerme daño, que me haga empaparme de sueños irrealizables, solo toca coger impulso y salir hacia arriba. El agua me había congelado el cuerpo, pero mi corazón no ha espirado su último aliento.