21 de mayo de 2014

Delegamos

                 Tal vez sea el miedo de hacernos cargo de nuestra propia existencia lo que nos lleva a dejar en manos ajenas el rumbo de nuestra vida, al completo, en todos y cada uno de sus ámbitos. Quizá sea por ello que delegamos, a ciegas, insensatos, importándonos poco o nada las decisiones que tomen por nosotros.

            Delegamos, en primer lugar, sin decidirlo y por obligación biológica, los primeros años de vida a nuestro padres, que intentan hacerlo lo mejor posible para que algún día podamos vivir, o sobrevivir, sin su ayuda y compañía. El problema es que muchos se conforman con el calor del hogar y la comodidad de depender de otros, trazando los senderos de su vida siempre a la búsqueda de un buen resguardo en el que cobijarse, temerosos de caminar a la intemperie. No somos conscientes del disfrute del aire chocando contra nuestras mejillas, no estamos preparados para percibir tanta belleza en la soledad que el mundo nos pone delante. La costumbre de contemplar el paisaje desde una ventana, nos has hecho olvidar que solo necesitamos un paso para sumergirnos en él.

            Obviamente aquí no termina todo, pues continuamos delegando hasta más no poder, desde la educación de nuestros hijos a una escuela cuya competencia no es ésa, hasta nuestras decisiones, de todo tipo, para que otros nos digan qué hacer, decir o, incluso, sentir. De manera que podemos perfectamente pasar de puntillas por la vida, sin hacernos cargo de nada, sin responsabilidades ni deberes, sin la presión de dar rumbo a nuestro proyecto personal de construcción de una identidad propia. Cedemos nuestro más preciado bien, la libertad, para que otros se hagan cargo de ella, estibada de lastres vacíos que mucho pesan y poco aportan.

            Incapaces de tener ideas propias, acudimos a otros para que nos digan las suyas, y lo hacemos sin pedir explicaciones. Simplemente actuamos como esponjas que se empapan del planteamiento que más les agrada, el más afín a otros gustos también inauténticos. Así, posteriormente, estaremos en disposición de defender a capa y espada, contra viento y marea, lo que nos han dicho, aún sin haberlo llegado a entender. No somos más que el eco de ideas que no nos pertenecen y, sin embargo, nos duele como una ofensa personal el que alguien las critique. Pensamos, equivocadamente, que cuando alguien ataca nuestras ideas nos está atacando a nosotros. Pero no, no somos nuestras ideas, aunque no corresponda aquí seguir con aquello que realmente nos configura.


            Delegamos, venía diciendo, la mayor parte de nuestro ser, para convertirnos en un etéreo ente, de fantasmagórica apariencia, en el que se reúnen todos y cada uno de los aspectos que hemos depositado en manos ajenas. Preferimos, en lugar de hacernos cargo de nuestra existencia del modo que realmente queremos (cosa que exige reflexión y pararse a pensar, claro), constituirnos en acciones que hicimos sin saber por qué, en palabras que no quisimos pronunciar y en emociones que nunca sentimos. La primera persona del singular está tan grabada a fuego en lo que somos, que necesitamos creer que existe ese débil y volátil espectro al que llamamos yo, aunque no tenga nada de uno mismo, para no caer derrumbados, vencidos por el temor que supondría darnos cuenta de que lo auténtico de nuestra vida consiste en crear caminos sobre el vacío abismo que constituye nuestro futuro. Somos nada, y por ello, tenemos en nuestras manos el poder de construirlo todo. 

15 de mayo de 2014

Reflejos

         El de aquella noche era un bar poco habitual en mis nocturnas borracheras de melancolía, apenas había luz suficiente para distinguir al camarero detrás de la barra, así que simplemente me dejé llevar por la voz que me acunaba dulcemente con la falta de personalidad que caracteriza las conversaciones entre desconocidos. Eran pocas las personas, tan escasas que los taburetes vacíos las superaban en número, aunque cada vez se me hacía más difícil distinguir a éstos de aquéllas. El fantasma que se refugiaba en la oscuridad, tras la trinchera de mármol, me preguntó qué iba a tomar, a lo que estuve a punto de responder que únicamente necesitaba una copa bien cargada de sueños y esperanzas, con un solo hielo, por favor, que aún no estoy preparado para que la soledad abandone mi vida. Mas, como en ningún lugar de la escueta carta me pareció haber leído tan rocambolesca mezcla, me conformé con un whiskey doble, sin hielos, por favor. Mi solicitud fue atendida con la parsimonia y apatía que tiranizan nuestro día a día, pues poco pareció importarle a mi interlocutor, que seguía secando aquel vaso de tubo con el que llevaba desde hacía ya algunos minutos, la vehemencia y descomposición en que mi rostro se hallaba.

            Me costaba comprender que no leyese en mis ojos el rastro de la muerte, que estuviese tan acostumbrado a miradas como la mía como para obviar el delito cometido. Había matado, asesinado vilmente todos y cada uno de los sueños de mi vida; la esperanza también terminó cediendo ante la fuerza que sobre su cuello ejercieron mis manos, regalándome un último aliento que la convirtió en desolación. Sería ése el motivo por el cual, lágrimas secas, imperceptibles para aquel apático camarero, se deslizaban por mis mejillas, camuflándose en la cotidianeidad de un gesto con el que me soné la nariz. Siempre fui pésimo en el arte del disimulo. De repente, un vaso pequeño rompió mis divagaciones al golpear, con un estrepitoso ruido, contra la metálica superficie en la que mis brazos descansaban, sujetando mi turbia cabeza. Los hielos fueron añadidos con tanta impersonalidad que el recipiente de vidrio se sintió ofendido, pero el whisky se esparció sin dejar espacio para una contienda entre ambos, vaso y camarero, ahogando al primero en la insignificancia de su existencia.

              Tras un primer trago, de los tres que, calculé, contendría mi nuevo amigo nocturno, y en el que mi lengua comenzó a notar los embistes de la ebriedad, me dirigí al baño, guiado por la intuición que sitúa a éste siempre en el mismo lugar, independientemente del bar que visites. Fue nula la curiosidad que desperté en los allí presentes, nadie tenía ya fuerzas para levantar la cabeza de la copa en la que ahogaba su tiempo. Aun así, nada conseguía hacer que me desprendiera de la sensación de estar siendo observado, quizá fuese la mirada de la conciencia, mi lejana conciencia perdida, que desde hacía ya tiempo no me quitaba los ojos de encima. Hay quien afirma, con una rotundidad y seguridad que por sí mismas hacen dudar de su certeza, que el peso de la intranquilidad y la culpa son insoportables. A mí, sin embargo, me gusta rebatirles con mi experiencia, pues me he acostumbrado a convivir con ellas; podría decirse, incluso, que estoy empezando a cogerles cariño, que padecería más su ausencia que el tortuoso espacio que ahora ocupan.

             Llegué hasta el típico teléfono público de todo bar que se precie, en el que el verde apenas se distinguía del azul debido al polvo acumulado, y que sirve de antesala a los rituales humanos en los servicios, ése que ya nadie utiliza porque la telefonía móvil se ha convertido en una extensión corporal para todos imprescindible; aunque más que potenciar ciertas capacidades cerebrales, parece anularlas. No pude evitar, a pesar de hallarme tan próximo a mi meta, girar la cabeza, con la estúpida esperanza de quien espera encontrar lo que durante toda una vida ha estado buscando, pero nada ni nadie parecía estar mirándome. Abrí entonces, con la falta de decisión que siempre me ha caracterizado, la puerta del baño. No esperaba el golpe recibido, aquel olor a tristeza me noqueó, provocando que avanzase hasta la taza de wáter más próxima en un estado de semiconsciencia, tambaleándome sin mayor ayuda que la de mi maltratado cuerpo. No había ido hasta allí obedeciendo a mis necesidades fisiológicas, pero necesitaba un lugar en el que sentarme y poder ocuparme de aquella nostalgia que se derramaba por todo mi cuerpo.

             Deseaba, con todas mis fuerzas, despertar de aquella realidad que me envolvía, como si se tratase de una pesadilla, haciéndome pensar que todo se desvanecería cuando fuese capaz de encontrar la menor inconsistencia, que lo convertiría todo en ilógico y, por tanto, en sueño. Me incorporé del asiento más cómodo que tuve desde hacía meses, no sin poco esfuerzo, y me dirigí, con pasos titubeantes, hacia el lavamanos más próximo. Abrí el grifo con fuerza, pues nadie se preocupa por el medio ambiente cuando la factura no tiene que pagarla él, y puse bajo el torrente de agua mis dos manos, que trataban de hacer un cuenco con el que recoger la mayor cantidad de líquido posible. Pero las gotas se escurrían entre mis dedos con la misma facilidad con que la vida desaparecía entre mis días, consiguiendo crear una sensación de arrepentimiento continuo por cada una de las horas que desperdiciaba. Asumida ya la imposibilidad de crear el recipiente perfecto, reuní el agua suficiente para enjuagarme la cara. Estaba lo suficientemente fría para hacerme sentir vivo. ¡Cómo detestaba aquella sensación! Hacía tiempo que claudiqué en el intento de componerle una oda a la vida, di por fallidos los experimentos irrealizados de convertir cada día en un verso, cada hora en una rima que guardase coherencia y melodía con la pretérita y la futura.

             Tras lavarme toscamente la cara, después de frotar con fuerza buscando borrar los errores cometidos, desistí en la labor de higienizar mi conciencia y alcé el rostro hasta verme reflejado en un espejo, situado estratégicamente para que nunca te olvides de quién eres. Estaba roto a la altura de mi mejilla derecha, parecía un balazo, y, dada la localización del bar y el tipo de gente que lo frecuentaba, no me pareció demasiado rocambolesca aquella hipótesis. Eran seis o siete los caminos que se alejaban desde el epicentro del terremoto que un día asoló la superficie de aquel espejo, abandonaron la hecatombe ocurrida, ignorantes de que la velocidad con que emprendieron la huida era directamente proporcional al daño causado. La situación descrita tuvo como resultado el fuerte encontronazo entre mis ojos y el reflejo de una cara que ya poco se parecía a la mía. Mi semblante reflejado quedó completamente desfigurado en aquel abrupto relieve, dibujando una macabra caricatura con la que nadie habría conseguido identificarme.

           ¿Quién soy?, me pregunté mientras mi garganta ahogaba vilmente otro grito de socorro, ¿cuál de esos pedazos me refleja con mayor precisión? Era la primera vez, después de mucho tiempo, en que me enfrentaba a mí mismo, aunque fuese en el último acto de una torpe parodia representada sobre un peor escenario. Cualquier fortuito encuentro con alguna imagen en la que hubiese podido identificarme era evitado u olvidado con premura, no soportaba hallarme frente a la persona que más daño me había hecho en la vida. De todos modos, dejando a un lado mi incapacidad para perdonar mis propios errores, el interrogante que acababa de presentárseme en la mente contribuyó a retomar una reflexión hacía tiempo abandonada, a saber, la identidad, propia o ajena.

              Fue entonces, al ver mi rostro partido, desfigurado en distintas piezas, cada cual con sus peculiaridades, cuando me aproximé un poco más a la solución de aquel puzzle identitario irresoluble. Me vi, abstracta y literalmente hablando, en cada una de aquellas parcelas, las identifiqué con un rasgo de mi personalidad, pero no porque los conociese, simplemente rescaté del naufragio las palabras que otros me dijeron algún día, arrastrándolas hasta mis pensamientos. Aprecié claramente que faltaban surcos en el espejo, que eran insuficientes los fragmentos con que pretendía reconstruir lo que soy, seré o fui. Y es que, quizá, lo que necesitaba realmente era que estuviese hecho añicos. Tal vez así la proximidad sería mayor.

           Sin embargo, nunca me encontré en aquellos lugares hacia los que apuntaba mi mirada, y esto me ha llevado a creer que no me hallo en ningún sitio, que deambulo torpemente por el interlineado de los libros en los que me he refugiado del dolor que no cesa de brindarme el mundo. Y es que, tal vez, no sea más que un vagabundo en el margen de la vida, de la mía incluso, que se ha alejado tanto del cuerpo central del texto como para perder el hilo argumental. Quizá no sea yo más que un cúmulo de anotaciones torpemente escritas sobre pensamientos heredados que me empeño en poseer, con tan pésima ortografía que me es imposible leerme en ellas.

            ¿Quién soy? Me repetí, más dubitativo que antes, ¿quién soy, si ni siquiera consigo encontrar una ínfima parte de mí en lo que me rodea? Y es entonces cuando deduje que no soy nada, es más, no soy nadie. Ni siquiera podía sentirme parte del cosmos como ser diminutivo que lo conforma, hubiese sido demasiado pretencioso para mí, dado el estado en que me encontraba. Llegados a ese punto, sería absurdo afirmar que abandoné mis nocturnas divagaciones de lavabo y dediqué mis pensamientos a más provechosos menesteres; diré, por tanto, que simplemente me decidí a volver a mi asiento, con la única ilusión de que los hielos no hubiesen cedido ante los calurosos embistes del alcohol.

            No fueron pocas las tentativas de abandonar tan incómodo taburete con un empujón que lo derribase, salir corriendo de aquel antro de mala muerte, huyendo de un pasado que me retiene en un constante presente, que me recuerda mi situación de heredero de un testamento que escribí inconscientemente. Pero nunca he sido hombre de impulsos, así que pedí otra copa en la que soñarme ahogado. Y es que, como decía antes, nunca encontré mi hogar en ningún lugar que no fueran sueños, propios o ajenos, escritos, narrados, recitados e incluso proyectados sobre la gran pantalla de un cine al que siempre asistía sin más compañía que mi sombra. La gran ventaja de esto es que ella también desaparecía cuando se apagaban las luces. Nunca tuve mejor amigo que el silencio.

             Quizá fue entre la sucesión del tiempo y la del whisky donde debía perderme aquella noche, pero no me gusta hablar de cosas que ocurren como por una especie de extraña necesidad, de manera irremediable, así que prefiero apuntar que ese fue el acontecimiento más probable. Lo importante es que aquel día, como los que le precedieron y los que han transcurrido hasta hoy, tampoco fue un punto de inflexión en mi vida. Ella, mi vida quiero decir, sigue siendo como esos pasatiempos de esos en los que debes unir una serie de puntos para conseguir una figura final, solo que a nadie se le ha ocurrido numerar los míos. Y aquí me hallo, tratando torpemente de trazar algunas líneas entre ellos, como si alguna vez hubiese sido dueño de mi destino, como si alguna vez me hubiese responsabilizado de una existencia que no pedí. 

10 de mayo de 2014

ColaCao

Todo acaba cayendo, 
se diluye en la sustancia adecuada, 
crea homogeneidad 
desde la diferencia, 
distingue entre presentes
 y futuros incompletos,
ahoga o quema, 
quizá a partes iguales,
atraganta 
o ayuda a pasar el mal trago,
te destruye las entrañas 
o repara la mente.

Pero no le basta 
con su impersonal soledad,
necesita del empuje externo 
y la fuerza propia,
no es nada sin la agitación interna,
sin el paulatino devenir del tiempo
que precipita sus esperanzas 
bajo la alfombra,
cristalizando sueños 
que el mundo ahogó por ti.

7 de mayo de 2014

Crecer

Quizá uno solamente consigue crecer, 
alcanzar cierto grado de madurez, 
cuando vuelve a pensar, como en la infancia, 
que un beso es capaz de arreglarlo todo.

***

(Y sólo cuando lo crea tendrá dicho efecto)