Tal vez sea
el miedo de hacernos cargo de nuestra propia existencia lo que nos lleva a
dejar en manos ajenas el rumbo de nuestra vida, al completo, en todos y cada
uno de sus ámbitos. Quizá sea por ello que delegamos, a ciegas, insensatos,
importándonos poco o nada las decisiones que tomen por nosotros.
Delegamos, en primer lugar, sin
decidirlo y por obligación biológica, los primeros años de vida a nuestro
padres, que intentan hacerlo lo mejor posible para que algún día podamos vivir,
o sobrevivir, sin su ayuda y compañía. El problema es que muchos se conforman con
el calor del hogar y la comodidad de depender de otros, trazando los senderos de
su vida siempre a la búsqueda de un buen resguardo en el que cobijarse,
temerosos de caminar a la intemperie. No somos conscientes del disfrute del
aire chocando contra nuestras mejillas, no estamos preparados para percibir
tanta belleza en la soledad que el mundo nos pone delante. La costumbre de contemplar
el paisaje desde una ventana, nos has hecho olvidar que solo necesitamos un
paso para sumergirnos en él.
Obviamente aquí no termina todo,
pues continuamos delegando hasta más no poder, desde la educación de nuestros
hijos a una escuela cuya competencia no es ésa, hasta nuestras decisiones, de
todo tipo, para que otros nos digan qué hacer, decir o, incluso, sentir. De
manera que podemos perfectamente pasar de puntillas por la vida, sin hacernos
cargo de nada, sin responsabilidades ni deberes, sin la presión de dar rumbo a
nuestro proyecto personal de construcción de una identidad propia. Cedemos
nuestro más preciado bien, la libertad, para que otros se hagan cargo de ella, estibada
de lastres vacíos que mucho pesan y poco aportan.
Incapaces de tener ideas propias,
acudimos a otros para que nos digan las suyas, y lo hacemos sin pedir explicaciones.
Simplemente actuamos como esponjas que se empapan del planteamiento que más les
agrada, el más afín a otros gustos también inauténticos. Así, posteriormente,
estaremos en disposición de defender a capa y espada, contra viento y marea, lo
que nos han dicho, aún sin haberlo llegado a entender. No somos más que el eco
de ideas que no nos pertenecen y, sin embargo, nos duele como una ofensa
personal el que alguien las critique. Pensamos, equivocadamente, que cuando
alguien ataca nuestras ideas nos está atacando a nosotros. Pero no, no somos
nuestras ideas, aunque no corresponda aquí seguir con aquello que realmente nos
configura.
Delegamos, venía diciendo, la mayor
parte de nuestro ser, para convertirnos en un etéreo ente, de fantasmagórica
apariencia, en el que se reúnen todos y cada uno de los aspectos que hemos depositado
en manos ajenas. Preferimos, en lugar de hacernos cargo de nuestra existencia
del modo que realmente queremos (cosa que exige reflexión y pararse a pensar,
claro), constituirnos en acciones que hicimos sin saber por qué, en palabras
que no quisimos pronunciar y en emociones que nunca sentimos. La primera
persona del singular está tan grabada a fuego en lo que somos, que necesitamos
creer que existe ese débil y volátil espectro al que llamamos yo, aunque no tenga nada de uno mismo,
para no caer derrumbados, vencidos por el temor que supondría darnos cuenta de
que lo auténtico de nuestra vida consiste en crear caminos sobre el vacío abismo
que constituye nuestro futuro. Somos nada, y por ello, tenemos en nuestras
manos el poder de construirlo todo.
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