Huyamos, ante todo, de esta
visión economicista del mundo que se está imponiendo subrepticiamente en
nuestras vidas. Si bien sería reduccionista
(y harto absurdo) pensar que todos los fenómenos sociales y culturales
pueden explicarse atendiendo únicamente a la economía capitalista en que nos
hallamos inmersos, tampoco podemos obviar la enorme influencia que ésta ha
tenido en nuestra manera de configurar el mundo. Pocas son las esferas que han
quedado a salvo de esta burda impregnación económica.
El arte, contemplando bajo el
término desde el cine a la literatura, pasando por pintura y escultura, música
o arquitectura, se está convirtiendo cada vez más en una marioneta en manos de
un torpe titiritero que mueve sus dedos de manera irracional. No quiero
cerrarme con ello a las nuevas propuestas artísticas, pero nadie puede negarme
que, en multitud de casos, nos están vendiendo
la burra, permítaseme el coloquialismo. El arte se ha mercantilizado en
exceso, pasando a un plano central el consumo desenfrenado que las nuevas masas
de fieles hacen de él, vaciándose, por el contrario, de todo contenido o
significatividad que tuviese antaño. Lo que importa es que la gente vaya al
cine, compre libros, pague por espectáculos exclusivos, acuda a exposiciones de
nuevos artistas en auge.
De otro lado, también se ven
fuertemente afectadas las relaciones interpersonales, nuestro modo de tratar
con el otro, que ha pasado a verse como un medio al servicio de nuestros fines.
La crisis axiológica que acuciamos hoy en día, a la que debe ponerse solución
por delante de la crisis económica que tan interiorizada tenemos (¡qué ingenuos
nosotros!), ha dado como resultado personalidades para las que todo vale con
tal de conseguir aquello que ansían, ambicionan, pero que nunca sabrán valorar.
El conjunto de individuos con el que interactuamos diariamente no es visto más
que como un objeto al servicio de uno mismo, que debe exprimirse para conseguir
el máximo jugo y después desecharse. Y quiero huir, poner pies en polvorosa, aunque sea momentáneamente, del pavor que
me produce ver cómo el amor y la amistad se diluyen en la impersonalidad del
trato a los demás como objetos. La lucha, el tesón, las ganas y la ilusión a la
hora de empezar, y sobre todo al conservar, una relación interpersonal han sido
desestimadas, tomadas por imposibles, vistas como ideales inalcanzables.
Huyamos, finalmente, de la
racionalidad que se impone a diestro y siniestro intentando adaptar la realidad
a sus moldes, desbancando duramente todo lo irracional. Pero despojemos el
término de toda lo peyorativo que lo acompaña, pues me refiero con «irracional» a los sentimientos,
emociones, impulsos, motivaciones, que tal vez sean mucho más determinantes que
la inmaculada razón que, según dicen, debe guiar en exclusiva nuestra vida. No
se trata, por tanto, de pasar de un extremo al otro, sino de aunar ambas y ser
conscientes de que no podemos dejar de lado todos esos sentimientos y
motivaciones que nos mueven siempre con más fuerza que los argumentos racionales.
Hay que abrir la jaula de pensamientos que encarcela nuestras pasiones, para
que éstas nos impregnen, sintiéndonos un poco más vivos.
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