14 de marzo de 2017

De repente...

De repente te descubres nómada, te paras a contemplarte desde fuera de ti y te golpea la idea de saberte náufrago en el mar de tu existencia, en una desolada isla que no sabes muy bien si llegaste a elegir. Las noticias te salpican en forma de mensaje lanzado al agua en el interior de una botella que no sabía muy bien si llegaría a ser rescatada. Hablan de fronteras, de un tal presidente del considerado país más poderoso del mundo cuya obstinación y racismo le han llevado a postular la xenófoba idea de levantar, sobre esa línea imaginaria que ya dibujan los mapas, un muro, materialización de la absurda idea de frontera, para separar, segregar, diferenciar sobre el terreno lo que sobre el pensamiento ya hace la idea de ‘nación’. Desde tu atolón, si el viento sopla a favor y el graznido de los pájaros que solo existen en tu cabeza cesa, llegas a escuchar el grito de un pueblo enfurecido, indignado, que se escandaliza ante la humanidad de tal inhumana barbarie. Mientras contemplas y escuchas inmóvil, tratando de procesar todo lo que sucede, llegar a la raíz de la cuestión, se escurre entre tus labios, mezclado con lo salado de la brisa marina, el cinismo, la desfachatez, la hipocresía de las palabras que llenan sus bocas y salen disparadas por doquier.

Torbellino de pensamientos que inundan en un instante tu cabeza y te impiden discernir con claridad lo que está pasando. ¿No hay algo de familiar en todo esto? ¿A qué te recuerda? No, te niegas a creer lo primero que de modo tan fugaz atraviesa tu mente. No puede ser, te niegas a aceptar que aquellos que cierran sus puertas a los refugiados, a los inmigrantes que se juegan la vida llevando como único equipaje una esperanza que se negaron a dejar por el camino, se escandalicen frente a la construcción del citado muro. Te repites a ti mismo, una y otra vez, que debe haber alguna diferencia, te das un tiempo para asimilar lo que acabas de leer y tratas de investigar sobre el asunto con la solemne decisión de poner fin a esta desazón que te oprime el pecho.

Mucha información, opiniones dejadas por cualquier rincón de internet, en forma de artículo, blog, noticia, comentario en redes sociales, puntos de vista que desafían a la verdad, que se equiparan al conocimiento sin ni siquiera tomarse la molestia de disfrazarse de razonamiento falaz. Sientes vergüenza. Más todavía cuando un pequeño gráfico congela tu respiración y detiene de repente el palpitar de tu corazón. Dos vallas de seis metros de altura, una de ellas, la colindante con el país vecino, reforzada con una concertina rebosante de cuchillas que dan la bienvenida a todo aquel que se aventure a saltarla (y cuya retirada fue declinada hace tan solo unos años por el presidente del país en que se halla). Por si fuese poco, una sirga tridimensional intermedia acentúa la inhumanidad de tan miserable muestra de la barbarie humana que parece verse en territorio ajeno y obviarse en el propio.

“El problema era que tenías que seguir escogiendo entre lo malo y lo peor hasta que al final no quedaba nada. A la edad de 25 la mayoría de la gente estaba acabada. Todo un maldito país repleto de estúpidos conduciendo automóviles, comiendo, pariendo niños, haciéndolo todo de la peor manera posible, como votar por el candidato presidencial que más les recordaba a ellos mismos. Yo no tenía ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba.”

Charles Bukowski.

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