23 de septiembre de 2011

Noches de verano


  •              Déjate llevar, siente como, poco a poco, el torbellino de sentimientos que guardas en lo más profundo de tu corazón va emergiendo. Estoy seguro de que puedes fascinar al mundo con todo lo que guardas. – Señaló él, invitándola una vez más a que fuese valiente.
  •            Nunca se me dio bien dar rienda suelta, salvo cuando estaba a solas o cohibida por alguna pregunta poco inocente. Soy una gran actriz, una amante de esa espontaneidad que no ha dormido jamás a mi lado, soy la que más piensa en ella; precisamente por eso, la extraño, porque sólo me pertenece a mi manera: como una gran mentira. – Contestó ella, mientras se arrancaba la uña del dedo meñique de la mano izquierda.
  •           Deja de hacer eso, vas a hacerte daño - le dijo mientras interponía sus manos entre las de ella. - ¿Por qué no dejas de actuar durante unos minutos? Me sentiría genial al poder hablar con la persona que maneja al títere que interpretas, creo que es fascinante. Te aseguro que no tienes nada que temer conmigo, no voy a utilizar lo que me permitas conocer para hacerte daño. Y aunque estas palabras suenen como esa canción que inconscientemente te has aprendido de tanto escucharla, lo digo de verdad. Puedes confiar en mí. – Desconocía el modo de hacerla ver que sentía una especial curiosidad en conocerla.
  •          Manías - respondió, intentando cortar con saliva la pequeña hemorragia. – Dirijo la función, es cierto, he inventada una forma cuestionable de mostrarme al mundo; pero sé que puedes conocerme precisamente a través de cada representación. No puedo evitarlo, desconozco el motivo. A veces pienso que ni siquiera yo sé quién hay detrás de este curioso montaje. – Dijo, aparentando la máxima sinceridad posible.
  •          Lo que te hace diferente, te hace especial –  comenzó, para hacerle ver que poca importancia tenía su manía. – ¿Y cuál es el papel que interpretas ahora, ante mí? Supongo que tendrás un amplio repertorio de personajes, con palabras calculadas, gestos medidos a la perfección, y hasta habrás logrado que tu rostro muestre la sensación que deseas transmitir. Pero no puedo evitar sentir frustración al saber que todo lo que veo no es más que el mero espejismo de una vida que inventas para sustituir a la tuya. ¿Cómo podré saber que no me estas mintiendo, que no me engañas? – Su cabeza comenzaba a dar vueltas. Otra vez aquella sensación.
  •           No te engaño – sabía que esta vez no sería fácil- porque es lo más real que puedo darte. Podría intentar salirme del papel pero me temo que no lo aguantarías, aún no he comprobado por donde se mueven tus límites; quizá me sorprendas. Mientras sigo adelante con el espectáculo iré descubriendo cuánto puedo mostrarte. – En el fondo, quizá era esta una de esas escasas ocasiones en las que darse a conocer. Una de esas oportunidades que aparecen de repente y le dejan un tiempo sumida en la eterna duda: ¿cuánto hay, en realidad, de diferente entre ella y su  alter ego  de pacotilla?-          Eternizaré la función si de conocerte se trata, asistiré a todas y cada una de tus representaciones, recrearé el mayor número de escenarios posibles con tal de ir ahondando en ti. - le contestó rápidamente, como si hubiese ensayado toda la tarde delante del espejo aquellas palabras, pero bien sabía él que desconocía su origen. Lo que no ponía en duda era aquella sensación que le recriminaría duramente si dejaba escapar la oportunidad de conocerla un poco más.
  •       Te cansarás, no te diré que como todos; pues pocos se paran a pensar en qué hay detrás de lo poco que está aún abierto al público – se estaba atropellando a sí misma, sabía que acabaría por descubrirse. – Y, si no lo haces, tendrás tiempo de bajarte en cualquier estación; no me cabe duda de que así será, pues ahondar en mí sólo va a llevarte a un viaje sin destino donde no valen nada manuales ni presuposiciones. – ¿Por qué? ¿Se puede saber por qué? Había practicado cuidadosamente cada posible adversidad, sabía salir sin problemas de casi cualquier ataque; por bondadoso que fuera. Se preguntó si no estaría en realidad invitándose ella misma a un viaje bien distinto. Hacia derroteros prácticamente desconocidos desde su más lejana inocencia.
  •           No es propio de mí el desistir en mis aventuras, por muy duras que puedan presentarse. Hace tiempo que me deshice de los viejos manuales y prejuicios, pues no hacían más que interponerse como arduas e insuperables barreras entre el mundo y yo. – Estaba convencido de que no quería bajarse. - No me bajaré en ninguna de las paradas que encuentre, por tentador que sea el paradero que me presentes o por muy cansado que esté del viaje. - Le aclaró. Notaba en su mirada, aquella que tan pocas veces lograba mantenerle, aquella que parecía capaz de acabar con el odio en el mundo, que algo se alteraba en su interior. Tenía unos ojos preciosos.
  •          ¿Y si soy yo la que decide bajar? – Abrió aún más los ojos, incluso se inclinó ligeramente hacia delante, como queriéndose mostrar tajante. – ¿Qué pasa? ¿Me vas a decir que también entonces querrías venir conmigo? ¿Seguirías en esa misma butaca, asistiendo, implacable, a mi última farsa? – No había vuelta atrás y, llegados a este punto, carecía de determinación ante los distintos caminos que se le presentaban. Aunque, sin duda, lo que más le preocupaba era su aparente desconexión; se sentía como observando la curiosa conversación desde muy lejos y no sabía qué postura se correspondía realmente con su intención.
  •          Invítame a bajar, y bajaré contigo. - Le respondió sin dejarse intimidar por aquella mirada y su repentina inclinación, que él imitó sin pensarlo, sin bajarle la mirada. Aunque era poco habitual, se sentía muy seguro de sus palabras. – Yo no tengo miedo a nada de lo que pueda encontrarme, de ninguna situación que puedas presentarme, ya te lo dije.  - continuó. – Ahora bien - dijo antes de que ella pudiese pronunciar palabra alguna - pídeme que me siente, que te deje marchar, que no quieres compañía, que me vaya, que me olvidé de todo cuanto te he dicho, y será entonces cuando... - no sabía muy bien lo que estaba diciendo, temía como podía acabar todo aquello.
  •          ¿Cuándo qué? – Alzó la voz lo más que la situación dejaba hacer. –Tú te irás sin que tenga que pedirte nada, te irás porque mañana, quizá el mes que viene, apartarás esa neblina que ahora nos envuelve y volverás a acoger lo cómodo de no tener que hacer el camino de otros -había hablado demasiado alto y detrás del árbol pudo ver cómo se encendía una luz; quedaba poco tiempo.
  •          Será entonces cuando te coja la mano y no te deje marchar, tendrás que quedarte conmigo sentada, o tendrás que llevarme contigo para continuar el viaje, a pie, o como decidas hacerlo. Quiero ver dónde termina la ruta, dónde para el tren, qué hay en la estación de final de trayecto, o el lugar donde decides pararte, quiero acompañarte hasta el final. – Notó que ella miraba algo, y él también se dio cuenta de aquella luz, pero esa casa tenía el mejor jardín para el ver las estrellas, era la primera fila de butacas hacia el paraíso del universo. Era imposible resistir la tentación de colarse para disfrutar del espectáculo que la lluvia de estrellas ofrecía aquella noche de verano. Además, siempre les había gustado el riesgo.
  •          Creo que ese supuesto viaje de dos debería contar con mi aprobación – Dijo, ya en voz baja, y mirando de nuevo sus sandalias. – Además, ¿por qué te empeñas? Al fin y al cabo tú ya conoces algo de mí, por ficticio que sea, y si hemos llegado hasta aquí es precisamente porque has visto en todo eso algo aprovechable. – ¿No podríamos quedarnos con esa parte? Puedo ofrecerte aún mucho, pero no me pidas que haga contigo una excepción. – Necesitaba autoconvencerse de que ella tampoco estaba dispuesta a concedérsela.
  • -          Mírame - le dijo tras una larga pausa, y facilitó, guiando con su mano la cabeza de ella que miraba dubitativa hacia el suelo, el encuentro de sus miradas. – Dime que no cuento con tu aprobación, que no estás dispuesta a dejar que nadie te conozca, y no podré sino desistir. Pues no emprenderé un viaje donde no soy bienvenido, por muchas ganas que pueda tener de realizarlo. ¿Por qué me empeño? Ya te dije que algo en mí no me perdonaría no hacerlo. – Tenía la impresión de haber contestado a esa pregunta anteriormente, y no podía dejar de pensar que se repetía.
  •          No vas a dejar de ponerme a prueba, ¿verdad? Está bien, – dijo, evitando esa mirada impuesta y sin tener aún muy claro, al borde de la siguiente palabra, por qué camino la llevaría- pero que conste que la decisión no ha sido más que tuya... – Y en ese momento sonó la puerta recordándole a cuántas celdas estaba rindiendo cuentas. Se incorporó, y sin dejar de mirarlo en su huida, dobló la esquina y entró por la puerta del sótano, cogió algunos folios y se sentó a esperar a que su padre cerrara la puerta de la entrada y siguiera haciendo la pertinente ronda en su búsqueda. 


                Aún seguía cohibido, sentado en el suelo, con las piernas, que abrazaban sus cansados brazos, entumidas por llevar tantas horas en esa incómoda posición. Sentía frío. Había refrescado en aquella estrellada noche de verano. Sin embargo, la Luna, que apenas permitía distinguir la constelación de la que siempre le hablaba su madre, lucía radiante, como queriendo deslumbrar al mundo y recordarle que era ella quien nunca le abandonaba en la noche, cuando más se necesita la compañía de alguien con quien llorar, algún lugar al que dirigir la mirada para pedir explicaciones. Miró el reloj, que le reprochó que era demasiado tarde, en su casa le echarían de menos. Fue más fácil emprender el camino de vuelta cuando los ladridos de aquellos perros le recordaron que allí no era bienvenido. Notó que algunas luces de los vecinos se encendían a causa del alboroto provocado por aquellos odiosos animales. Pero le tranquilizó el pensamiento de que no pasaría de convertirse en un rumor de mercado público o peluquerías, que rápidamente se esfumaría, superado por la muerte reciente de cualquiera de los habitantes ancianos de la localidad.

                Cuando el corazón le dio un respiro tras la breve, pero intensa, carrera, se percató de que aquellas palabras que ella había pronunciado, a su parecer con tanto miedo, no dejaban de martillearle el cráneo. «…la decisión no ha sido más que tuya…». ¿Acaso no estaba claudicando ella en su empeño por cerrarle las puertas de su mundo? Pensó que quizá sus palabras habían dejado una pequeña apertura por la que podría colarse. Sin embargo, él no necesitaba más que saber que ella estaba dispuesta, aunque fuese a regañadientes, a aceptarle como compañero de viaje. Ahora sí, sintió cierto temor. ¿Y si ella acertaba en sus cavilaciones anteriormente señaladas? ¿Tan duro iba a ser el camino para no poder soportarlo? Estaba convencido de que no, quizá por aquella ilusa promesa infantil en la que nos enseñan que querer es poder. Además, ¿qué más da quién tome la decisión? Lo importante es que había sido tomada, por él sí, pero de haberla tenido que esperar, la desesperación se habría apoderado por completo de su ser. Empezaba a conocerla, un poco, aunque suficiente para saber que no era chica de tomar decisiones, llevar la iniciativa le horrorizaba, ella misma acababa de reconocerlo. Pero también sabía que no se arrepentiría de dejarle adentrar un poco más en la mezcolanza de pensamientos, extraña y atrayente por igual, que guardaba recelosamente. Reconocía que era un poco cabezota, pero confiaba en que ella se hubiese dado cuenta, que se hubiese percatado de que no había en él más que la curiosidad propia de aquel a quien la vida no le ha dado los suficientes palos como para frenarle en su deseo hacia lo que le está prohibido.

                Intentó entrar en casa haciendo el menor ruido posible, lo último que ahora quería era dar explicaciones a sus padres de la tardanza en su llegada y del motivo de la misma. No soportaría un interrogatorio de mamá a aquellas horas. Subió las escaleras cuidadosamente, saltándose los peldaños que sabía que harían chirriar la madera. Era curioso, le sobrevino el olor de su casa, ese al que estamos tan acostumbrados que no lo tomamos, y se sintió tranquilizadoramente a salvo. ¿De qué? De los perros, de correr, del tiempo y, sobre todo, de ella. Sabía que sus ojos le acompañarían durante toda la noche, aquella mirada era difícil apartar, y agradecería si lograse alcanzar las cuatro horas de sueño. No se preocupó ni por abrir la cama, se desplomó en ella, importándole poco el ruido que pudiese hacer. Miró al techo, esa parte de las casas que nadie se para a decorar. Y allí, sobre el fondo blanco, su rostro fue lo último que creyó ver antes de que el sueño fuese poco a poco, y tiernamente, abrazándole.

Gracias a Pez de Ciudad, por su más que decisiva intervención en el diálogo: 

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