Y la vi justo
ahí. Tenía intacta toda esa inocencia de la que yo, a estas alturas de la vida,
ya carecía. Jugaba a construir no sé muy bien qué con una pequeña pala, una de
esas con las que todo el mundo alguna vez ha imaginado ser arquitecto. También
he perdido ya los pocos restos de esa paciencia infantil que aquella niña
derrochaba por los poros. Nada, no le importaba absolutamente nada estar
repleta de arena y sal, no sé si a partes iguales, y yo sigo sin saber muy bien
cómo quitarme de encima toda esta apatía que me ha inundado los segundos de
unos días que se me están amontonando; no sé muy bien qué hacer con ellos, temo
que puedan caer sobre mí y ahogarme, aunque es cierto que cada vez me va
costando más respirar con soltura.
(Por Alicia Muñoz)
La miraba con
una mezcla de curiosidad y añoranza de mí mismo. Pienso en lo que significaría
en mi vida eso de ser padre, de tener a una pequeña personita bajo mi responsabilidad. Me abruma y tengo que dejar ese pensamiento, quizá vuelva en
otro momento; aunque no lo creo, la verdad. Lo de echarme de menos es una escena que se repite cada mañana
cuando me miro en el espejo; bueno, seré sincero, son pocas las veces que
realmente consigo sostenerme la mirada. No me reconozco. No sé muy bien quién
soy, ni qué me hace ser el mismo, me cuesta seguir pensando que existe algo
perenne a lo que pueda llamar ‘yo’, esto de la identidad siempre me ha
desconcertado.
Quizá algo de
mí se queda en ese otra realidad tras el espejo cuando me observo sin verme, quizá una pequeña
parte de todo lo que te quería se fue quedando en los reflejos de mis sueños
sobre tus pupilas, en cada una de las miradas fugaces que te lanzaba desde detrás de
mis miedos. Tal vez, por eso, al mirar a la pequeña jugando tan feliz en la
arena, ajena a todo lo que me pasa, me pregunto quién soy, me convenzo de que no
fui yo quien te alejó de mí. Me tranquiliza pensar que ya no soy el mismo, no
me martirizo por haberte dejado marchar, porque no fui yo, al menos no el de
ahora.
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