«Ven, hazte
una foto, que va a parecer que no has estado de viaje». De ahí a mi cara de
perplejidad solo hubo un paso. No pude evitar lanzar una mirada atónita,
reconozco que quizá también tintada de cierta tristeza, hacia quien me dirigía
aquellas palabras. Nosotros y nuestra infundada necesidad de capturar
constantemente cada acontecimiento de la vida y la realidad que nos rodea.
Nosotros y nuestra tan manida costumbre de llevar hasta los extremos más
indeseados los grandes avances tecnológicos. Nosotros y nuestra facilidad, en
definitiva, para alienarnos ante el más mínimo resquicio de cualquier actividad
que se adentre en la fragilidad de una sociedad conformada por sujetos
dependientes y pobres de espíritu.
El uso del
lenguaje a veces causa estragos en el significado de ciertas palabras, juega
con él hasta desnudarlo por completo, hasta vaciarlo de sí mismo para
convertirlo en un nuevo ente con la misma apariencia que el anterior. Es por
esto que ya no se viaja, al menos no
como antes, y que nadie me confunda con un nostálgico romántico anhelando
tiempos pasados idealizados en su mente. Me refería, y sigo haciéndolo, a la
transformación que ha sufrido el significado de la palabra “viajar”, en el uso
cotidiano que de ella se hace. Tengo la impresión de que se ha perdido algo en
el camino, se nos ha caído una parte, la principal quizá, de lo que se venía
entendiendo por ‘hacer un viaje’, y eso que cada vez se ‘viaja’ más, debido a
que las facilidades son mayores.
La idea
fundamental, la transformación que antes señalaba al nivel semántico, es que
hemos cambiado “viajar” por “desplazarnos”. Intentaré explicarme. Cada vez con
más frecuencia, los viajes se están convirtiendo en un desplazamiento a lugares
emblemáticos, bien sean estos recomendados por familiares/amigos, bien se trate
de emplazamientos de moda donde toda persona que se precie debe haber estado
alguna vez. En cualquiera de los casos, lo principal será inmortalizar el
momento, capturar ese maravilloso instante con una fotografía que te recuerde,
perdón, eso ya no es importante, rectifico, que muestre a los demás que has estado allí. Una vez hecha la foto,
donde probablemente una sonrisa amplia ilumine el rostro del afortunado
viajero, lo demás no importa, el viaje muere. Lo importante es decir que se
estuvo allí y que fue bonito, que por supuesto fue lo mejor de las vacaciones y
que ojalá siempre fuese así. Hay momentos en que no entiendo que nos guste
tanto mentirnos a nosotros mismos. Podría hablar aquí de la constante necesidad
y obligación, que parece asumida, de ser felices que tanto daño nos hace, pero
no quiero desviarme en exceso y trataré de dilucidar esa esencia de viajar que se ha ido difuminando hasta
prácticamente desaparecer.
¿Qué es viajar? Quizá lo principal consiste en
la inversión de algunos términos, de los presupuestos en que se basa el
‘desplazarse’ de nuestro tiempo. Empezaré señalando, por tanto, que no somos
nosotros quienes hacemos el viaje, sino que el viaje es quien debe hacernos,
quien debe transformarnos, ayudarnos a conocer un poco la realidad que nos
rodea y, por qué no, a nosotros mismos. Un viaje que no te cambia quizá no
merezca la pena llamarse así, tal vez debiésemos usar otro término de nuestro
rico lenguaje. Permítaseme ser excéntrico, y no se asusten, por favor, ante
estas dos atrevidas afirmaciones: es posible viajar sin hacer una sola
fotografía y es concebible un viaje en el que no se disfrute, en el que únicamente
haya lugar para el dolor y el sufrimiento. Es más, me atrevería a decir que
ambos casos constituyen unas experiencias más ricas de viaje que las sugeridas anteriormente.
Viajar debe ser una experiencia humana
más y, como tal, no debe apoyarse nunca en lo efímero de una fotografía
capturada y de una felicidad en muchos casos ficticia y casi exigida por el
reconocimiento social. El viajero nunca puede ser el mismo que empezó el
trayecto.
Y termino con
un ruego: ¡por favor, viajen!