Les aseguro, sin temor alguno a
equivocarme, que me hizo feliz. Es cierto que no fueron más que unos pocos
segundos los que paré a contemplar, con todo lo que el verbo en su acepción más
filosófica implica, esa perfecta escenificación improvisada de la felicidad,
esa bella materialización de la vida en su más pura sencillez y radicalidad,
esa obra de arte puesta en práctica por una pequeña niña enfundada en un traje
completo e impermeable contra la lluvia, gorro y botas incluidas. Saltaba.
Saltaba con la seguridad que da la inocencia, la sonrisa que dibuja la
felicidad de hacer lo que uno verdaderamente quiere y la seguridad de que
mojarse no iba a empeorar su día, sino acaso mejorarlo.
Mientras tanto, con ese carácter
taciturno, melancólico y huidizo que imprimen los paraguas en sus portadores,
multitud de adultos se protegían de la lluvia, pasaban fugaces ignorando
impasiblemente esa fuente de vida que no hacía más que brotar una y otra vez
con más fuerza cada vez que los pies de aquella niña golpeaban con fuerza el
siguiente charco. Mirar a otro lado, no vaya a ser que salpique y nos haga
siquiera esbozar una sonrisa, no vaya a ser que nos haga darnos cuenta de lo
miserable de la vida que a veces llevamos, de todo lo que hemos dejado por el
camino luchando por ser alguien que no elegimos, persiguiendo anhelos de otros
y dando sepultura a nuestros propios y más sinceros sueños.
Una madre a su lado, observadora,
paciente, sabedora de la importancia de aquel pequeño y grandioso instante,
empapándose a partes iguales de la lluvia y la felicidad de su hija. Otra
sonrisa imborrable, consecuencia de la primera, la de la niña, de la que yo
también me había contagiado. Felicidad que se multiplicaba en forma de línea
curva en rostros anónimos, partícipes por igual, pero con distintas
perspectivas, de aquel maravilloso espectáculo. Felicidad que se expande
impasiblemente por todo aquel que está dispuesto a dejarse contagiar, que es
capaz de empatizar y disfrutar de la alegría de quien no conoce, con quien no
comparte vínculo alguno.
Cerrar el paraguas. Mirar hacia
arriba. Aceptar que llueve. Aprender a mojarse, a empaparse. Bailar bajo la
lluvia. Y a pesar de ello, o precisamente por ello, ser felices. Sin motivos.
Sin explicaciones. Iluminar el mundo con el poder de una sonrisa sin razones ni
causas. Convertirnos en nuestro propio faro. Ser dueños de nuestro destino.
Os concedo, a quienes lo estéis
pensando, que ello no hará que deje de llover, ¿pero eso a quién le importa
ahora?