Se
fueron en un abrir y cerrar de ojos. Casi literalmente. No tuve tiempo de
despedirme, de agradecerles los buenos momentos, de confesarme devoto de sus
historias, de exteriorizar con palabras lo que sus vidas, a través de las
palabras de otro, significaron para mí. Apenas alcancé a explicarles cómo,
mientras me hallaba absorto con un nuevo mundo abierto entre mis manos, dejé de
ser para empezar a comprender, a empatizar, a aprender en una piel que no era
la mía y que se componía de tinta y celulosa. Diferentes perspectivas de las
que me apoderaba despiadadamente, a veces con tanta pasión que algunas de las
emociones me golpeaban con tanta fuerza como para devolverme, por unos
segundos, a ese cuerpo que ya casi me resultaba extraño. Sentía como propias cada pequeña alegría,
cada lágrima, todas y cada una de las frustraciones y callejones de salida,
encrucijadas vitales, frente a los cuales se encontraban aquellos personajes
que permanecían inertes a mi mirada, completamente desconocedores de mi cercana
vigilancia. No leía, vivía.
Quizá
sea lo mejor, incluso lo más justo, pero nunca me es posible evitar el sabor
amargo de despedida unilateral cuando se cierran por última vez las tapas del
libro que justo he terminado. Al igual que no hubo presentación inicial,
apretones de manos o besos en la mejilla, tal vez sería un poco absurda
cualquier muestra de tristeza, una mano en alto diciendo adiós sin respuesta. Quizá,
y aquí me aventuro por senderos completamente desconocidos, sea inútil intentar
dilucidar una mínima conexión entre morir y cerrar un libro, quizá simplemente
se trate de finales de historias que no comparten más que una pequeña
comparación con tintes metafóricos. Y, sin embargo, conforme escribo y este
conjunto de palabras, cobra algo de sentido, la idea se torna plausible en mi
cabeza. La despedida, el perpetuo adiós, la casi imperante necesidad de
aferrarse al recuerdo que revive sentimientos, mata monstruos y cubre la pena
con la dulce sensación de haberlo vivido, de haber compartido momentos, tiempo,
con aquellos a quien queríamos, personajes o personas, poco importa.
Tal
vez, y solo tal vez, el niño que lee se prepara, sin saberlo, para la muerte,
la arropa con la ternura de aquel que desconoce muy bien a lo que se enfrenta,
con la inocencia impoluta del que desconfía de todo aquello que le cuentan ‘sus
mayores’, aprendiendo así a aceptarla, a mirarla cara a cara, a los ojos y
susúrrale al oído: “no te tengo miedo”. Y tal vez solo así, con la seguridad
del que ha conquistado su derrota, el niño sea capaz de vivir con la
tranquilidad del que no necesita vencer para ser feliz, con la calma necesaria
para paladear y degustar cada instante, con la confianza del que se sabe
liberado de la mayor de sus cadenas.
Por
eso, no solo el niño, sino cada uno de nosotros, cada vez que abrimos un libro
y nos sumergimos en sus páginas, quizá estemos aceptando nuestro propio final y
el de aquellos que nos rodean, quizá estemos también, a la vez, aunque sin
saber muy bien cómo, curando heridas pasadas, perdonando, en las tramas del
libro, lo que un día fuimos nosotros o aquellos que nos hicieron daño.
Quizá,
y solo quizá, sea verdad aquello de la que la tarea más dura sea la de estar en
soledad y conocerse a uno mismo, y tal vez los libros sean el mejor camino,
pasaje, puerta para conseguirlo.
Lée(te).