- Si alguna vez me pasa algo así… ¡Hazlo! No me dejes vivir dependiendo de un montón de máquinas. No soporto imaginarme conectada a todo ese montón de tubos. No aguantaría saber el dolor que os causo y no poder hacer nada para aliviarlo.
Siempre
hablaba con esa jovialidad, para muchos propia de la edad, pero que yo sabía
era inherente a su persona. Formaba parte de ella. Había en sus palabras algo
que hacía temer lo peor, un presagio que anunciaba un mal venidero. Pero poco
le importaba, ella no era de las que cambiaba su forma de ser porque al mundo
pudiera enfadarle. Yo no era muy partidario de aquellos comentarios, pero al
conocer mi desacuerdo, lo utilizaba en mi contra, para molestarme y reírse de
mí. Era magnífica aquella sonrisa que disimulaba y escondía todo el cariño que
me tenía, a la vez que dejaba entrever la picaresca de sus intenciones. Me
tranquilizaba pensar que nunca perdería la sonrisa, por adversas que fuesen las
circunstancias a las que pudiese enfrentarse. Iluso conformismo el mío, pero me
consolaba.
Había
pasado ya mucho tiempo desde aquellas palabras que, desconozco el motivo,
quedaron grabadas a fuego en mi memoria. Quizá porque hicieron que me pusiese
en la más dramática de las situaciones, creando la inseguridad de que se
tornasen reales. Así ha sido. Ahora se encuentra tal y como yo he imaginado
tantas veces, temerosos de que pudiese
suceder realmente. Aquella imagen me había quitado el sueño en varias ocasiones,
y ahora había abandonado los dominios oníricos para cobrar la forma de aquella
terrible realidad.
Me
prometí no volver a recordar cómo pudo sucederle a ella, y me he abandonado a
la pasividad y comodidad de atribuirlo a la mala fortuna. Seguramente ella
insistiría una y otra vez en hacerme ver que así es como tenía que ocurrir, dejando
caer el peso de la obligación sobre los matices de sus palabras. Siempre pensó
que el destino estaba escrito, y no podíamos cambiarlo, aunque nunca se
abandonó a la facilidad de ser una simple receptora de éste, sino que salía a
buscarlo, asegurando saber que le depararía cada día. Y yo siempre la miraba
con complicidad, esperando ilusamente que algún día, como por arte de magia,
cambiase de idea, y me hiciese caso cuando le decía que lo que ella hacía era
construir su destino, escribir las líneas del libro de su vida.
Pero
su historia ha quedado en un punto y seguido. La autora ha dejado de escribir,
y los médicos apuntan a la imposibilidad de que vuelva a hacerlo. Me hablan de “estado
vegetativo” y no sé qué debo hacer en este caso. La responsabilidad del libro
inacabado ahora está en mis manos, me he convertido en el lector que puede
intervenir en un libro que no es el suyo, soy el autor de dos libros. Mi
responsabilidad se ha duplicado, y mis fuerzas han caído hacia límites
insospechados. Tengo que tomar la decisión que cerrará y dará por terminado el
nuevo libro que ha caído entre mis manos, y a la vez pondrá un punto y aparte
en la historia de mi vida. Me veo obligado a elegir entre un punto y final, que
supone dejar en la estantería una parte de mí, y unos puntos suspensivos, que
hacen que mi nueva adquisición repita su última página hasta que el tiempo
decida cuándo debe finalizar, y condene mi relato a una agonía constante, a un
trágica monotonía, al abandono de un amor inanimado.
(Entonces
la desconectó, no podría vivir viendo cómo sus dos vidas se apagaban con el
tenue suspiro del sufrimiento. «Te quiero», fueron sus últimas palabras. Abrió
la ventana y se lanzó. Poniendo punto y final a los dos libros de manera
simultánea.)