Quizá hoy sea uno de esos días en los que la mente de uno pasa
demasiado tiempo consigo misma, divagando de un lado para otro, temerosa de
pararse más de algunos segundos en un punto fijo, como si tuviese miedo a ser
encontrada, como si buscase huir, aunque no sepa adónde ni por qué y, lo más
importante, ni de quién quiere realmente escapar. Quizá es de mí. Quizá también
por eso haya ido de una respuesta a otra, examinándolas con cuidado, tomándolas
en serio, no mirando más allá de lo que ellas podían ofrecerle, no importándole
quién las defendía, atendiendo solo a las razones que se aducían a su favor.
Puede ser, entonces, que esto explique que haya vuelto sobre la rutina de la
vida diaria, sobre el sinsentido del paso del tiempo que todos quieren comprender
y pocos logran alcanzar.
Reconozco que
no ha sido fácil conseguir que confesase, se resistía a explicar los motivos
reales que la han traído de vuelta a este mundo que no comprende y del que
suele querer evadirse. Me ha dicho, aunque a regañadientes, que ha sido
extenuante su paseo entre respuesta y respuesta, que muchas sobran, que tenemos
un número desproporcionado de soluciones incluso para problemas que no existen.
Sé que cabe adivinar, y solo hacen falta conocimientos matemáticos básicos, que
el número de respuestas es normal que supere al de las preguntas, sobre todo en
tanto estas últimas suelen albergar más de una posible vía de resolución. Por
esto mismo no entendía su preocupación, su desesperación ante la situación
descrita.
A los pocos minutos,
creo haber comprendido de qué estaba hablando, cuál era su preocupación real.
Vivimos extenuados, la cotidianidad de nuestras vidas nos exige cada vez más,
no nos da un mínimo respiro, nos obliga a estar incesantemente buscando
respuestas a unas preguntas que no hemos tenido el tiempo de pensar, de
madurar, de hacer nuestras. Es más, mamá ‘sociedad’ nos facilita el trabajo y
nos ofrece una serie de respuestas aceptadas y de sentido común para una gran
parte de la población, de las que solo tienes que apoderarte y llevarlas a tu
vida para tener una existencia como la de los demás, ni más ni menos. Gracias,
¿no? Porque ¿para qué preocuparnos en tomar la fatigosa ocupación de hacernos
cargo de aquellos interrogantes que nos planteamos nosotros mismos y no los que
nos son impuestos desde fuera? ¿Para qué elegir nuestras preguntas y decidir si
queremos o no darles respuesta? ¿Por qué ocuparnos en construir nuestra
identidad cuando es más fácil tomarla prestada de modelos sociales preestablecidos
y que tan bien sientan?
No hay tiempo
para la demora, para la pausa, en la sociedad actual. Todo va tan deprisa que
el segundero de los relojes nos barre cada momento de nuestra vida sepultándolo
en el recuerdo de lo que nunca volverá, creándonos la falsa ilusión de que
nuestra vida nos pertenece y de que realmente decidimos por qué derroteros se
desarrollará.
No podemos
hacer caso omiso a la imperiosa necesidad de demora que urge en los tiempos que
corren, demora que se presenta como parte constitutiva de toda persona que
quiera construir su individualidad de manera propia, reflexiva, pasional,
única. Defendamos el derecho a la pausa, al no querer correr, a tomarnos el
tiempo necesario, y un poquito más, para crear y hacernos nuestras propias
preguntas, aquellas que dirigirán nuestro devenir como sujetos, como personas
que se buscan a sí mismas para poder construir sus vidas y constituirse en
relación con el mundo y con el otro. No dejemos que nos arrebaten la capacidad
de deleitarnos en las preguntas, que no nos obliguen a creer que cada una de
estas necesita para existir de su correspondiente respuesta. Y, por encima de
todo, hacer visible que quizá quepa la opción de que la vida solo avance
verdaderamente cuando aumentan en nosotros los interrogantes, las cuestiones, y
no sus contestaciones.