6 de junio de 2015

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             Todo empezó con un beso, o quizá con un paseo mientras se daban la mano, tal vez me equivoque y lo cierto es que comenzase en una mirada furtiva. Y es curioso, porque miradas, esta vez desde ojos ajenos, son las que no paran de arremeter contra ellos, o ellas, porque decidieron mostrar su amor al mundo. Un sentimiento que dista mucho de ser diferente al de otros, de tener particularidades exclusivas de la sexualidad desde la que se viva y que, debería sobrar decirlo, no tiene que verse como algo diferente.

            Al final uno termina cansándose de los típicos comentarios irrespetuosos, aunque en muchas ocasiones no nos parezca que son tales. No puedo más con frases como que las lesbianas no disfrutan plenamente su sexualidad dada la falta de penetración (demostrando así, además, un gran desconocimiento de la sexualidad), que los bisexuales son únicamente personas con un apetito sexual insaciable y que responden a patrones de vicio en, que no se puede educar a un niño de la misma manera si la pareja es homosexual, por no hablar de la obsesión generalizada entre ciertos sectores religiosos de que, bueno, si deciden unir sus vidas, que no lo llamen matrimonio. ¿Por qué? ¿A qué viene semejante tontería? Ya está bien de intentar justificarlo por la etimología de la palabra o por la tradición cristiano-apostólica que la ha utilizado de una manera muy particular. El lenguaje evoluciona y es de imperiosa necesidad que se vaya adaptando a las transformaciones sociales y culturales que van teniendo lugar en el devenir de la historia. Es absurdo intentar que el lenguaje encorsete la rica y amplia realidad que nos rodea; todo lo contrario, debe nutrirse de ella.

            Siempre igual, aunque también es cierto que estamos aprendiendo a disimular cada vez mejor, a construir una fachada para nuestros obscenos pensamientos que lleva el nombre de ‘lo políticamente correcto’, de lo aceptado socialmente. Pero que no cunda el pánico, porque nos hemos acostumbrado a vivir de puertas para afuera, nunca nos atrevimos a configurar nuestra propia identidad más allá de lo bien visto por los demás. Supongo que esforzarnos en construir una mentalidad propia, reflexiva, crítica y dispuesta a un aprendizaje continuo, con sus constantes aperturas hacia nuevos horizontes y posibilidades de ver el mundo y entenderlo, siempre nos pareció una tarea demasiado ardua para ser llevada a cabo desde nuestro cómodo sillón, en el que nos sentamos con el fin de observar el mundo y permitir que nuestra vida se nos escape.

             Seguimos empeñados en entender el género y la sexualidad humana de maneras estancas, sin gradaciones posibles, presionando a los individuos para que se sitúen dentro de cada uno de los cajones preestablecidos y además favoreciendo que nazcan relaciones de poder entre unos sujetos y otros, de manera que sea posible la autorregulación social a través de comentarios como los indicados o de exclusión y marginación. Nos cuesta asumir, y quizá aquí muchos lo consideren plenamente absurdo, que género y sexualidad son construcciones sociales, culturales, donde la parte biológica del ser humano juega cada vez un papel menos relevante, quizá inapreciable en muchos casos concretos, si los examinásemos con detalle. El individuo, en su relación con los demás y con el mundo, realiza su proyecto vital y su configuración sexual y de género, existiendo una amplia gama de posibilidad, un abanico colorido que muchos se empeñan en manchar con solamente dos o tres colores, según el caso, hombre y mujer, por un lado, heterosexuales, homosexuales y bisexuales, por otro. Dejemos de poner nombres a realidades que se nos escapan de entre las manos.

             

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