... que hay vidas de primera y de
segunda, que todo eso de que somos iguales es algo por lo que demasiado pocos
luchan y que al resto les da igual. Nos insensibilizaron y cegaron ante las
muertes de aquellos que, según ellos, eran diferentes a nosotros, cuyas guerras
no nos ocupaban y no eran más que el fruto de problemas que nada tenían que ver
con nosotros. Así justificaron la inhumanidad de cerrar con vallas las
fronteras y nos hicieron sentir orgullosos y tranquilos. Gracias a ellos,
ahora, estamos a salvo.
... que existe una diferencia
abismal entre caridad y solidaridad. Así, hay quien se vanagloria de ayudar, se
llena de orgullo y tranquilidad realizando acciones y donaciones a aquellos que
‘lo necesitan’, incapaz de ver que la caridad, en sí misma, mantiene la
desigualdad estructural al ejercerse verticalmente, de arriba abajo, del
‘afortunado’ que puede ofrecer al ‘desdichado’ que necesita ayuda. La
solidaridad, sin embargo, busca erradicar desigualdades, luchando contra el
sistema que las produce, buscando la desaparición de jerarquías o estamentos,
con el fin de unificar e igualar posiciones. Pero seguimos pensando que el acto
caritativo vale lo mismo que el solidario.
... que toda opinión no es en sí
misma válida ni merecedora de respeto, que se necesitan argumentos, razones,
que es necesario discutir, repensar, escuchar (que no oír), y estar dispuestos
a aprender, crecer, cambiar. Nos hicieron acomodarnos en la falsa ilusión de
que cualquier opinión vale lo mismo, en Occidente, claro, pues bien sabemos que
algunas de las que encontramos fueran son barbarie, y no son justificables bajo
ninguna óptica. También nos vendaron los ojos (y quizá el corazón), por
supuesto, para no poder ver este doble juego a la hora de enjuiciar y juzgar al
otro. Ahora somos incapaces de avanzar, nos faltan razones; bueno, nos sobran,
pero pensamos que todas valen lo mismo.
... que también nosotros somos el
resultados de nuestra educación y valores, de nuestras experiencias y
decisiones, que pensamos como lo hacemos y sentimos de esta torpe manera como
resultado de nuestra historia. Nos convencieron de ser autónomos, diferentes,
únicos, librepensadores, de ser el fruto de esa codiciada patria europea. Nos acomodamos
tanto en nuestra pecera, que ahora no podemos percatarnos de que estamos
dentro, que cuando intentamos salir chocamos contra sus cristales y somos
incapaces de ver y experimentar todo lo que hay fuera.
... que la libertad de expresión
no vale nada si no se es libre de pensamiento. Pero nos hicieron creer que éramos
libres de pensar lo que quisiésemos, que no era nuestra culpa si teníamos ideas
inhumanas o tremendamente egoístas y descorazonadoras respecto a la vida y
existencia de los demás (realmente, nadie las considera como tales), y por eso
podíamos decir lo que quisiésemos y escudarnos, ampararnos, como de pequeños
ante la presencia de nuestros padres, para decir lo primero que se nos viniese
a la cabeza. De nada sirve si no podemos pensar y repensar (y pensar de nuevo
si hiciese falta) de un modo verdaderamente libre de cadenas y constricciones;
pero eso, siento decirles, nos costaría demasiado dentro de esta comodidad a la
que nos han acostumbrado.
... a decir adiós. Fuimos
educados en el arte del saludo, de la reverencia, del entrar en vidas ajenas a
toda velocidad, haciendo olvidar pasados sufridos, creando futuros inciertos
pero deseables, removiendo hasta lo más profundo de aquellos a los que vamos
conociendo y dejar una huella, más o menos perenne, sobre sus historias. Sin
embargo, nadie nos dijo que quizá, en algún indeseado momento, tocase salir,
desvanecerse, desaparecer sin hacer ruido y, sobre todo, sin hacer daño
innecesario.