28 de noviembre de 2015

No nos enseñaron...

... que hay vidas de primera y de segunda, que todo eso de que somos iguales es algo por lo que demasiado pocos luchan y que al resto les da igual. Nos insensibilizaron y cegaron ante las muertes de aquellos que, según ellos, eran diferentes a nosotros, cuyas guerras no nos ocupaban y no eran más que el fruto de problemas que nada tenían que ver con nosotros. Así justificaron la inhumanidad de cerrar con vallas las fronteras y nos hicieron sentir orgullosos y tranquilos. Gracias a ellos, ahora, estamos a salvo.

... que existe una diferencia abismal entre caridad y solidaridad. Así, hay quien se vanagloria de ayudar, se llena de orgullo y tranquilidad realizando acciones y donaciones a aquellos que ‘lo necesitan’, incapaz de ver que la caridad, en sí misma, mantiene la desigualdad estructural al ejercerse verticalmente, de arriba abajo, del ‘afortunado’ que puede ofrecer al ‘desdichado’ que necesita ayuda. La solidaridad, sin embargo, busca erradicar desigualdades, luchando contra el sistema que las produce, buscando la desaparición de jerarquías o estamentos, con el fin de unificar e igualar posiciones. Pero seguimos pensando que el acto caritativo vale lo mismo que el solidario.

... que toda opinión no es en sí misma válida ni merecedora de respeto, que se necesitan argumentos, razones, que es necesario discutir, repensar, escuchar (que no oír), y estar dispuestos a aprender, crecer, cambiar. Nos hicieron acomodarnos en la falsa ilusión de que cualquier opinión vale lo mismo, en Occidente, claro, pues bien sabemos que algunas de las que encontramos fueran son barbarie, y no son justificables bajo ninguna óptica. También nos vendaron los ojos (y quizá el corazón), por supuesto, para no poder ver este doble juego a la hora de enjuiciar y juzgar al otro. Ahora somos incapaces de avanzar, nos faltan razones; bueno, nos sobran, pero pensamos que todas valen lo mismo.

... que también nosotros somos el resultados de nuestra educación y valores, de nuestras experiencias y decisiones, que pensamos como lo hacemos y sentimos de esta torpe manera como resultado de nuestra historia. Nos convencieron de ser autónomos, diferentes, únicos, librepensadores, de ser el fruto de esa codiciada patria europea. Nos acomodamos tanto en nuestra pecera, que ahora no podemos percatarnos de que estamos dentro, que cuando intentamos salir chocamos contra sus cristales y somos incapaces de ver y experimentar todo lo que hay fuera.

... que la libertad de expresión no vale nada si no se es libre de pensamiento. Pero nos hicieron creer que éramos libres de pensar lo que quisiésemos, que no era nuestra culpa si teníamos ideas inhumanas o tremendamente egoístas y descorazonadoras respecto a la vida y existencia de los demás (realmente, nadie las considera como tales), y por eso podíamos decir lo que quisiésemos y escudarnos, ampararnos, como de pequeños ante la presencia de nuestros padres, para decir lo primero que se nos viniese a la cabeza. De nada sirve si no podemos pensar y repensar (y pensar de nuevo si hiciese falta) de un modo verdaderamente libre de cadenas y constricciones; pero eso, siento decirles, nos costaría demasiado dentro de esta comodidad a la que nos han acostumbrado.


... a decir adiós. Fuimos educados en el arte del saludo, de la reverencia, del entrar en vidas ajenas a toda velocidad, haciendo olvidar pasados sufridos, creando futuros inciertos pero deseables, removiendo hasta lo más profundo de aquellos a los que vamos conociendo y dejar una huella, más o menos perenne, sobre sus historias. Sin embargo, nadie nos dijo que quizá, en algún indeseado momento, tocase salir, desvanecerse, desaparecer sin hacer ruido y, sobre todo, sin hacer daño innecesario.

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