‘Always look on the bright side of life’,
como dice la famosa canción de ‘La vida de Brian’, aquella divertida y cómica
película; o, como bien recoge el refranero popular en una versión similar, no
hay mal que por bien no venga. Y yo les prometo que lo he intentado, y no una
ni dos veces, sino cientos de ellas en ocasiones, con tozudez, empeño y sin el
menor signo de cansancio, sin que por mi mente se atreviese a pasar el tenue
murmullo de una retirada a tiempo o una agridulce derrota. Pero, si de lo que vamos
a hablar es de sabores, admitámoslo, es el turno del amargo, es el momento del
desgastamiento del paladar de nuestras emociones con la desoladora insinuación
de que estamos buscando en vano, con la irremediable aceptación de que tal lado
bueno no existe, o al menos no siempre.
Y es
que hay males que vienen para quedarse, heridas que no se curan, ni lo harán
con el paso de los años, hay dolores que arrasan y devastan todo lo que en
nosotros encuentran, y no van a dejar de hacerlo porque nos empeñemos en
buscarles un supuesto lado positivo que es más una creación efímera de nuestro
cerebro que algo palpable y asumible por nuestro sentir. De nada valen las
palabras de apoyo, las palmaditas en la espalda, la sucia y pretendida
condolencia, que se ha erigido en nuestras sociedades como una presuposición
social, destiñéndose de cualquier síntoma de sinceridad que pudo haber tenido
en sus inicios.
Nada.
No va a quedarnos nada más que dolor y sufrimiento, y quizá no se vaya,
asumámoslo de una vez por todas y dejemos de pretender que todo va bien. Nadie.
O casi nadie podrá realmente entender cómo y qué sientes, hasta dónde y por qué
te duele, cómo hace ese sufrimiento para deshacerte y devorarte en cuestión de
segundos.
Ahora
levanten sus miradas, abran sus mentes, presten atención y hagan el esfuerzo de
salir del narcisismo que le acaban de provocar lo que han leído, intenten dejar
a un lado sus experiencias personales y sean capaces de mirar al otro, de
apreciar con humildad y sin prejuicios su sufrimiento. Intenten lo que para
muchos resulta imposible, impensable, formar parte de un nosotros sufriente,
una colectividad que se individualiza en el dolor y que ya no puede aguantar ni
un minuto más con los ojos vendados. ¿Creen que podrán hacerlo? ¿Sí? ¿Seguro?
Bien, prosigamos entonces.
Sientan
como propios cada uno de los golpes de esa mujer que en las próximas horas
morirá a manos de su marido, novio, pareja, en alguna calle desconocida de una
ciudad anónima de un país en el que la prensa cubrirá la noticia como una
‘mujer hallada muerta’, en lugar de ‘una mujer asesinada’. Sientan el frío de
las aguas mediterráneas que les congela poco a poco cada una de sus
articulaciones y sean plenamente conscientes de que en ellas morirán en
cuestión de horas, quizá minutos, mientras Europa mira inerte cómo se pierden
unas vidas que, hace tiempo quedó claro, no valen lo mismo. Sientan como
propias las miradas de rechazo y odio, las palabras de reprobación y
repugnancia, e incluso las agresiones, de una parte de la población debido a su
orientación sexual, identidad de género,… porque la heteronormatividad causa
estragos en todas aquellas personas LGBTIQ+ que son vistas con diferentes (y lo
son en muchos casos a ojos de la ley).
En
definitiva, sientan como propio el dolor ajeno de todos aquellos que sufren en
el mundo por las injusticias que padecen irremediablemente y que, aunque lo
intentasen con todas sus fuerzas como yo, difícilmente podría evitar una
carcajada al escuchar eso de ‘el lado bueno de las cosas’.
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