30 de enero de 2013

Hojas rojas

Allí estaba, en silencio,
mirándome sin ojos,
suplicándome un segundo
del tiempo que ya no tenía
para lanzarla al cielo,
y que así ella pudiese
jugar con el aire,
olvidarse de la caída
hasta caer en el olvido.

Sentada, o quizá tumbada,
mostrándome cada una
de las cicatrices de su piel,
los caminos del tiempo
que se dibujaban en rostro inexistente.

Temía asirla entre mis dedos,
no podía imaginar matarla
en un torpe descuido,
era frágil, como un suspiro.
Ahí la dejé, dormida,
o tal vez, muerta en vida.

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