¿A qué
aferrarnos ahora que el mundo, y con él los sentimientos y las sensaciones, se
diluye, escapándose entre nuestros dedos?
Vivimos en la sociedad de la
inmediatez, sumergidos en el afán de novedades, en la necesidad constante de
movernos, de cambiar de rutina, de gustos, de vida. Ello incide directamente,
como apuntábamos el mes pasado, en nuestro modo de constituirnos como personas
y en la construcción de la identidad. Debido a esto último, la actual situación
afecta de igual manera a las relaciones interpersonales. El amor y la amistad se han visto fragilizados por
esta transformación, siendo mucho más vulnerables que antes a los aspectos
vitales externos que afectan a las personas involucradas en la relación. La
ruptura de las barreras nacionales, el comienzo de una era global, como muchos
gustan de llamarla, a pesar de sus múltiples inconvenientes, ha facilitado la
expansión de nuestros horizontes en todos los niveles de la vida. De ello tiene
gran ‘culpa’ internet y la facilidad de socialización que existe actualmente
con las redes sociales. Quiero precisar que este hecho no es necesariamente
negativo, sino que nos obligar a replantearnos nuestra manera de concebir el
mundo y a nosotros mismos.
A pesar de lo que acabamos de
mencionar, me parece acertado señalar que, en tanto personas, hemos ido
inmunizándonos contra los desastres del fracaso emocional y personal, contra el
dolor fruto de una ruptura amorosa o contra los desatinos a la hora de escoger
un trabajo o a nuestros amigos. Cada vez con mayor facilidad, pensamos que todo
es sustituible, que podemos suplir cualquier carencia vital con la reposición
de lo que hemos dejado marchar, o se nos ha escapado, por otra cosa de igual
entidad. Me explico con un ejemplo: ante el amigo que se nos va después de un
conflicto directo, pensamos que ya vendrá otro que de verdad nos entienda, que
encaje con lo que somos. De esta situación, podemos señalar, en una primera
mirada, dos diagnósticos evidentes de lo que nos está sucediendo. En primer
lugar, no somos capaces de plantearnos nuestros propios fallos en los problemas
con los que a diario nos enfrentamos, siempre fue más sencillo delegar la
responsabilidad en los demás. De otro lado, hemos perdido la capacidad de
luchar por aquello que valoramos, que queremos. Nos quedamos quietos,
inmóviles, atiborrándonos de las medicinas antes incluso de que se haya
producido la herida.
Todo lo que acabamos de señalar
incide de un modo directo y con una fuerza desmesurada en las relaciones
amorosas. El amor ha quedado indefenso, desguarecido ante la fuerza de una
tormenta que no parece claudicar en su empeño por derribarle. Hemos
transformado el significado del amor, adecuándolo, eso sí, a los tiempos que
corren, quizá porque fuese una palabra demasiado bonita como para borrarla de
nuestro vocabulario. Sin embargo, cuando actualmente hablamos de amor, no
solemos ir más allá de la mera sensación que nos invade en un momento puntual, variante
según cada caso, con una persona concreta. Para mí, siento decirles, esto no es
más que ‘enamoramiento’. Ahora más que nunca, el amor debe erigirse como roca
perenne e inmune a la liquidez de los tiempos que corren. Reivindico el amor
como la construcción de un proyecto vital que tiene como creadores y partícipes
a los amantes, a las personas que han decido compartir su vida, su tiempo, y
eso es algo que nadie nunca les devolverá. El amor como verdadero elemento de
dotación de sentido para una vida carente de sueños y expectativas, el amor
como hogar compartido. Un amor que podrá terminar, sí, pero nunca nos dejará
indiferentes.
Y por tanto, aunque suene a tópico,
este amor no entiende de edades, de sexos, de colores, de pasados inciertos, y
mucho menos entiende de opositores.