27 de enero de 2015

Amor: cara B

            ¿A qué aferrarnos ahora que el mundo, y con él los sentimientos y las sensaciones, se diluye, escapándose entre nuestros dedos?

            Vivimos en la sociedad de la inmediatez, sumergidos en el afán de novedades, en la necesidad constante de movernos, de cambiar de rutina, de gustos, de vida. Ello incide directamente, como apuntábamos el mes pasado, en nuestro modo de constituirnos como personas y en la construcción de la identidad. Debido a esto último, la actual situación afecta de igual manera a las relaciones interpersonales. El amor  y la amistad se han visto fragilizados por esta transformación, siendo mucho más vulnerables que antes a los aspectos vitales externos que afectan a las personas involucradas en la relación. La ruptura de las barreras nacionales, el comienzo de una era global, como muchos gustan de llamarla, a pesar de sus múltiples inconvenientes, ha facilitado la expansión de nuestros horizontes en todos los niveles de la vida. De ello tiene gran ‘culpa’ internet y la facilidad de socialización que existe actualmente con las redes sociales. Quiero precisar que este hecho no es necesariamente negativo, sino que nos obligar a replantearnos nuestra manera de concebir el mundo y a nosotros mismos.

            A pesar de lo que acabamos de mencionar, me parece acertado señalar que, en tanto personas, hemos ido inmunizándonos contra los desastres del fracaso emocional y personal, contra el dolor fruto de una ruptura amorosa o contra los desatinos a la hora de escoger un trabajo o a nuestros amigos. Cada vez con mayor facilidad, pensamos que todo es sustituible, que podemos suplir cualquier carencia vital con la reposición de lo que hemos dejado marchar, o se nos ha escapado, por otra cosa de igual entidad. Me explico con un ejemplo: ante el amigo que se nos va después de un conflicto directo, pensamos que ya vendrá otro que de verdad nos entienda, que encaje con lo que somos. De esta situación, podemos señalar, en una primera mirada, dos diagnósticos evidentes de lo que nos está sucediendo. En primer lugar, no somos capaces de plantearnos nuestros propios fallos en los problemas con los que a diario nos enfrentamos, siempre fue más sencillo delegar la responsabilidad en los demás. De otro lado, hemos perdido la capacidad de luchar por aquello que valoramos, que queremos. Nos quedamos quietos, inmóviles, atiborrándonos de las medicinas antes incluso de que se haya producido la herida.

          Todo lo que acabamos de señalar incide de un modo directo y con una fuerza desmesurada en las relaciones amorosas. El amor ha quedado indefenso, desguarecido ante la fuerza de una tormenta que no parece claudicar en su empeño por derribarle. Hemos transformado el significado del amor, adecuándolo, eso sí, a los tiempos que corren, quizá porque fuese una palabra demasiado bonita como para borrarla de nuestro vocabulario. Sin embargo, cuando actualmente hablamos de amor, no solemos ir más allá de la mera sensación que nos invade en un momento puntual, variante según cada caso, con una persona concreta. Para mí, siento decirles, esto no es más que ‘enamoramiento’. Ahora más que nunca, el amor debe erigirse como roca perenne e inmune a la liquidez de los tiempos que corren. Reivindico el amor como la construcción de un proyecto vital que tiene como creadores y partícipes a los amantes, a las personas que han decido compartir su vida, su tiempo, y eso es algo que nadie nunca les devolverá. El amor como verdadero elemento de dotación de sentido para una vida carente de sueños y expectativas, el amor como hogar compartido. Un amor que podrá terminar, sí, pero nunca nos dejará indiferentes.


            Y por tanto, aunque suene a tópico, este amor no entiende de edades, de sexos, de colores, de pasados inciertos, y mucho menos entiende de opositores. 

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