¿Y si
jugamos a quitarnos las caretas? Y los disfraces. Les propongo desnudarse.
Calma, nadie mira. Salvo ustedes mismos. Son sus únicos espectadores. Y jueces.
Esperen, precisamente por ello, quizá haya motivos que pongan en jaque la
tranquilidad a la que les invitaba. ¿Están preparados para lo que están a punto
de descubrir con sus propios ojos? No vale acercarse nada para echarse por
encima cuando la fría y cruda realidad les empape hasta los huesos. ¿Realmente
saben quiénes son?
Ahora que el carnaval se ha ido y,
con él, nuestro intento de escondernos una vez más ante el mundo, jugando a no
ser nosotros, como si el resto del año realmente lo fuésemos, les animo a que
no cesen en el proceso de desprenderse de todas aquellas máscaras que les
acompañan en su día a día, a tener el valor de alejar (serán solo unos minutos,
lo prometo) la imagen que proyectan al mundo, esa que permite al resto
identificarles. ¿Ya? El proceso no termina aquí, les toca también desprenderse
de su modo de mirar a la realidad, en la medida de lo posible, claro, de la
manera en que se enfrentan a ella, en que se ven a ustedes mismos. De nada les
valdría haber superado el pudor de verse desnudos, si ahora sus ojos tienen la
manía de poner disfraces donde no los hay. Desconozco cuántos de ustedes
llegarán hasta aquí, ¿consiguen verse?
¿Qué sienten? ¿Soledad? ¿Miedo?
¿Inseguridad? A veces pasamos toda la vida sin saber quiénes somos. Y lo peor
es que parece darnos igual. Desde que nacemos somos carne de cañón para la
realización de vidas incompletas y fracasadas, de intentos frustrados en
proyectos imposibles, somos material moldeable para quiénes no supieron lo que
hacer con su existencia, para los que nunca llegaron a conocerse, y buscan
hacer de nosotros lo que ellos nunca fueron, alcanzar lo que nunca
consiguieron. La paradoja, una entre tantas, es que en lugar de empujarnos
hacia a ello, nos invitan al fracaso y nos abren sus puertas, mirándonos desde
allí con la satisfacción de no haber sido los únicos que no supieron qué
sentido tenía lo absurdo de su existencia. ¿Decidieron ustedes quiénes querían
ser? ¿Son lo que decidieron? Sería absurdo negar la existencia de influencias,
necesarias en todo proceso de verdadera creación de una identidad sólida y
segura, pero ¿hasta qué punto se dejaron influir? ¿Cuánto les pudo el miedo al
fracaso? Y una última pregunta. Ahora que han fracasado, porque en algún
sentido todos siempre fracasamos, ¿se arrepienten de su caída, de su derrota?
La vida duele, pero duele menos
cuando es vivida por uno mismo, cuando nos enfrentamos a lo que somos, desnudos
ante nosotros mismos, y decidimos no ponernos más disfraces que contenten al
mundo, a los demás, sino vestirnos con nuestra propia ropa, con nuestro modo de
ser, con aquello en que queremos convertirnos. El peso sobre nuestros hombros
se reduce y uno puede empezar a ser feliz de verdad. Distinto es que llegue a
conseguirlo.