Me
sorprendió descubrir cómo, poco a poco, una lágrima se deslizaba lentamente
sobre su mejilla. Hacía tan solo unos segundos no había nada en absoluto
rompiendo la serenidad de su rostro, que se encontraba frente a mí como
suplicándome la más mínima dosis de empatía y comprensión. Hablaba despacio,
con una mezcla de indignación y ternura que parecería extraña a cualquier
observador ajeno. Hablaba de aquella guerra que últimamente no dejaba de
aparecer en los telediarios, pero lo hacía desde el interior de una humanidad
que a la mayoría le resulta ajena. Su preocupación eran los niños,
principalmente, quizá porque tenía dos preciosas hijas que no superaban los
doce años. No se olvidaba tampoco de los adultos, pero no era difícil
percatarse de que la importancia no era la misma. Supongo que esa inocencia y
falta de culpabilidad comúnmente asociadas a la infancia eran todavía más palpables
en sus palabras al referirse a ella.
Me
sorprendió también, cuando la segunda lágrima apenas asomaba entre sus
pestañas, ver que su discurso estaba completamente a salvo del lenguaje
sociopolítico que empezaba a extenderse, como si de una epidemia se tratase,
entre todos los estratos de la población. ¡Cuánto experto en las sombras que de
repente sale para ‘iluminar’ al mundo con su sabiduría! Simplemente no
necesitaba de toda aquella parafernalia en forma de palabras para mostrar el
dolor que sentía, que sin lugar a dudas identificaba como suyo y que yo no me
habría atrevido a cuestionar. Pensé, entonces, que quizá ese exceso de lenguaje
tan de moda la perturbaba además innecesariamente, habiéndose convertido en uno
de los detonantes de su tenue llanto. Pero, la verdad sea dicha, estas solo
eran suposiciones mías.
Cada
una de esas lágrimas causó en mí una doble sensación que nunca antes había
conocido. De un lado, me sentía capaz de compartir su dolor, gota a gota, desde
sus ojos a lo más profundo de su ser, una agonía que se apodera de ti y
convierte en trivial cualquier otra preocupación o problema que pudieses tener
previamente. Cada una de aquellas diminutas porciones de sufrimiento ajeno
calaba en mí como exigiendo el derecho de quedarse para siempre. Era complicado
resistirse a la extraña tentación de abrazar ese dolor que no nos pertenece
pero nos interpela. Uno aprende, en esos instantes, que si se comparte duele
menos, que la mejor manera de paliarlo es distribuirlo a partes iguales, en
pequeñas porciones, como nos gusta hacer cuando estamos felices para
contagiarlo a los demás, de manera que todos nos hagamos un poco partícipes de
él. Sin embargo, en la otra cara de la moneda, como la sonrisa que regalas a
quien vuelve sin haberse ido por completo, comprendí, en aquel mismo momento,
que donde hay lágrima, hay esperanza. Si lloraba, y créanme que así era,
significaba que todavía quedaba humanidad en algunas personas y quizá, para
disgusto de muchos, la batalla no estaba perdida.
El
reconocimiento de nosotros mismos en cada uno de los rostros ajenos, de todos
aquellos que nos rodean, y su correspondiente trato igualitario y afectuoso,
debe ser el pilar fundamental sobre el que construir una sociedad justa y una
moral verdaderamente humana.
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