2 de octubre de 2015

Lágrimas

Me sorprendió descubrir cómo, poco a poco, una lágrima se deslizaba lentamente sobre su mejilla. Hacía tan solo unos segundos no había nada en absoluto rompiendo la serenidad de su rostro, que se encontraba frente a mí como suplicándome la más mínima dosis de empatía y comprensión. Hablaba despacio, con una mezcla de indignación y ternura que parecería extraña a cualquier observador ajeno. Hablaba de aquella guerra que últimamente no dejaba de aparecer en los telediarios, pero lo hacía desde el interior de una humanidad que a la mayoría le resulta ajena. Su preocupación eran los niños, principalmente, quizá porque tenía dos preciosas hijas que no superaban los doce años. No se olvidaba tampoco de los adultos, pero no era difícil percatarse de que la importancia no era la misma. Supongo que esa inocencia y falta de culpabilidad comúnmente asociadas a la infancia eran todavía más palpables en sus palabras al referirse a ella.

Me sorprendió también, cuando la segunda lágrima apenas asomaba entre sus pestañas, ver que su discurso estaba completamente a salvo del lenguaje sociopolítico que empezaba a extenderse, como si de una epidemia se tratase, entre todos los estratos de la población. ¡Cuánto experto en las sombras que de repente sale para ‘iluminar’ al mundo con su sabiduría! Simplemente no necesitaba de toda aquella parafernalia en forma de palabras para mostrar el dolor que sentía, que sin lugar a dudas identificaba como suyo y que yo no me habría atrevido a cuestionar. Pensé, entonces, que quizá ese exceso de lenguaje tan de moda la perturbaba además innecesariamente, habiéndose convertido en uno de los detonantes de su tenue llanto. Pero, la verdad sea dicha, estas solo eran suposiciones mías.

Cada una de esas lágrimas causó en mí una doble sensación que nunca antes había conocido. De un lado, me sentía capaz de compartir su dolor, gota a gota, desde sus ojos a lo más profundo de su ser, una agonía que se apodera de ti y convierte en trivial cualquier otra preocupación o problema que pudieses tener previamente. Cada una de aquellas diminutas porciones de sufrimiento ajeno calaba en mí como exigiendo el derecho de quedarse para siempre. Era complicado resistirse a la extraña tentación de abrazar ese dolor que no nos pertenece pero nos interpela. Uno aprende, en esos instantes, que si se comparte duele menos, que la mejor manera de paliarlo es distribuirlo a partes iguales, en pequeñas porciones, como nos gusta hacer cuando estamos felices para contagiarlo a los demás, de manera que todos nos hagamos un poco partícipes de él. Sin embargo, en la otra cara de la moneda, como la sonrisa que regalas a quien vuelve sin haberse ido por completo, comprendí, en aquel mismo momento, que donde hay lágrima, hay esperanza. Si lloraba, y créanme que así era, significaba que todavía quedaba humanidad en algunas personas y quizá, para disgusto de muchos, la batalla no estaba perdida.


El reconocimiento de nosotros mismos en cada uno de los rostros ajenos, de todos aquellos que nos rodean, y su correspondiente trato igualitario y afectuoso, debe ser el pilar fundamental sobre el que construir una sociedad justa y una moral verdaderamente humana. 

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