31 de octubre de 2015

Tormentas

Miras al cielo, aunque no sabes muy bien qué es exactamente lo que tienes ante tus ojos. Parece que se avecina tormenta, pero en el aire sigue flotando esa torpe y inocente sensación de calma que puedes incluso oler desde la distancia. Es difícil de explicar. Intuyes el sol en el horizonte, casi puedes sentir su calor sobre tus mejillas, a pesar de que no puedes verlo. Parece que sus rayos te llegan desde lejos, quizá demasiado lejos, y aún así te tocan, puedes sentirlo e, incluso, una pequeña sonrisa empieza a atisbarse en tus labios. Sin embargo, te cuesta en exceso construirla completamente, es un esfuerzo demasiado grande como para convencerte a ti mismo de que eso que estás viendo es algo positivo, hermoso y que, en algún sentido, te hará ser mejor persona. 

Se avecina una tormenta. Acabas de pensarlo. Y te lo confirman las primeras gotas frías sobre tu rostro. No quieren hacerte daño, lo sabes, pero es como si, en ese dulce choque contra tus mejillas, fuesen poco a poco recordándote que vienen tiempos difíciles, que podrás bailar sobre la lluvia todo lo que quieras y, sin embargo, la realidad seguirá empapándote con sus acontecimientos. No tienes elección. Aunque quisieras, no puedes evitar ese oscuro nubarrón que se aproxima. La verdad es que tampoco quieres. Hay algo en ese caos que te atrae irremediablmente, que te llama a gritos y no te dejará escapar por muy lejos que tengas pensado huir. No, tampoco es la primera vez que te enfrentas a una de este tipo, tienes experiencia, pero bien sabes que no valdrá de nada. No obstante, todos necesitamos sentirnos confiados y seguros en algún sentido. Al fin y al cabo, cada uno se engaña como buenamente puede, ¿no?

De repente te asustas, te sientes extraño, como un espectador ajeno al que realmente le falta algo en el escenario. ¿Dónde está? Debería aparecer, sin duda alguna, como tendiendo un puente hacia la esperanza. Nada, no lo encuentras. Descubres entonces que te enfrentas a una nueva situación, quizá, sin arcoiris, no haya tampoco salida, aunque ese ahora tampoco sea el mayor de tus problemas. A ello sumemos el viento, demasiado fuerte como para andar sin dificultad, pero no lo suficiente para ahogar tus gritos en el ruido sordo de una tempestad que no pediste, si bien, quizá en algún sentido, provocaste. 

Lo único que verdaderamente necesitas, gritar, tan al alcance de tu mano y todavía se escabulle ante la seguridad de que morir gritando no concederá más valor a tu vida.

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