Todo el mundo opina. A discreción.
Sin reparo ni vergüenza. Con el pecho henchido y la cabeza alta, satisfechos de
aportar algo a la conversación que en el momento se mantenga. El resto de
interlocutores escucha, en el mejor de los casos atentamente, y espera que
llegue su turno, su gran oportunidad, la ansiada ocasión de expresar alto y
claro lo que en esos momentos se halla en su pensamiento. Allá va, decidido. Ya
no hay marcha atrás, todos sabrán por fin lo que más tarde olvidarán y no
entrarán siquiera a valorar. Cambiar nuestros pensamientos requiere de un
esfuerzo desmesurado para nuestras cómodas y malacostumbradas cabezas. Y, para
qué vamos a engañarnos, ¿qué más dará? Al fin y al cabo, toda opinión es
igualmente válida y debe ser respetada.
Hemos vuelto a confundirnos. Sí,
otra vez. ¿Que por qué? Porque una gran mayoría aceptaría como cierta,
incuestionable, indudablemente verdadera la última afirmación del párrafo
anterior. Vayamos en orden y comencemos con la validez de las susodichas
opiniones. Aviso a navegantes: esto no va a gustarle a más de uno. Siento
comunicarles que no, no es suficiente el hecho de ser ‘poseedor’ de una opinión
(si bien en no pocas ocasiones somos nosotros los que pertenecemos a ellas,
meros recipientes inertes para su transmisión y perduración en el tiempo). Se
necesita algo más. No diríamos de un conjunto de hojas amontonadas en el suelo
que es un árbol, ¿verdad? Pues lo mismo. Las opiniones necesitan de un
sustento, de un armazón de razones y argumentos que las sostenga y permita
aflorar con belleza y contundencia nuestro pensamiento. Sin ello estamos
perdidos, quedamos expuestos a la intemperie de la demagogia y la palabrería
barata, del engaño ajeno, nos convertimos voluntariamente en cómplices del
asesinato de nuestra propia autonomía. En la misma línea, cabe señalar que hay
razones más sólidas que otras, más ‘ciertas’, si se me permite. De ahí que,
para desgracia de muchos, no toda opinión merece ser respetada ni tiene el
mismo valor a la hora de discutir o debatir sobre un tema concreto.
Ahora bien, ¿por qué respetar
aquellas ideas que inmovilizan el pensamiento, que lo adormecen o, en el peor
de los casos, lo asesinan vilmente? El tantas veces exhortado respeto no debe
posarse sobre las ideas o las opiniones, estas deben ser cuestionadas,
revisadas, destruidas y reconstruidas de nuevo. Hay que evitar que se nos
estanquen las ideas y comience a oler a podrido en nuestro pensamiento. Debemos
promover activamente el diálogo constructivo que dé forma y contenido a todas aquellas
opiniones que no son tales, y también es imperativo luchar contra la asunción
implícita de este establecido respeto hacia las mismas, sin importar cuáles
sean. Respeten a las personas, sujetos merecedores de ello, pero dejen que las
ideas sigan su curso, que las no válidas para nuestros tiempos desaparezcan,
que las crueles sean abolidas y las que ayudan a mejorar el orden social y la
vida de los que vivimos en sociedad florezcan y nos alcancen a todos. Está en
nosotros.
Ya está bien de escudar la
ignorancia en esta falsa idea de respeto, comprometámonos con saber de qué
hablamos, con no abrir la boca (o escribir en cualquier red social) si lo que
tenemos que decir no es mejor que el silencio, y, cuando lo hagamos, demos
argumentos, razones, elaboremos nuestras ideas, expongámoslas de manera precisa
y estructurada para que los demás puedan entenderlas y contestarnos. Pero, por
encima de todo, estemos siempre dispuestos a cambiarlas, hagamos de nuestra
existencia un continuo viaje de aprendizaje y aprendamos a disfrutar de ello.
Alguien tenía que decirlo. ¿Lo imprimimos y repartimos cuartillas? :-P
ResponderEliminarOpinar es gratis. Y se nota en la calidad... Muy buena reflexión.
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