«A es para Aurora.
Aurora la
niña Aurora
Hace un postre en una hora.
Aurorita abizcochada,
Absorta y acalorada,
Acaramela el pastel.
¿Gusta usted?»
No
estoy por dármelas de interesante, no pensé en el Aurora de Nietzsche,
quizá porque todavía no soy filósofo del todo. Me acordé de ella y, todo hay
que decirlo, de aquellos alocados pelos y su sonrisa, que hacía que los ojos se
le rasgaran levemente.
Desconozco
los motivos, pero suela imaginarla sentada, con las manos posadas en sus
piernas, con la impresión de que está relajada, tranquila, aunque sus dedos no
paran de moverse, jugueteando unos con otros. Allí, dando la impresión de que
el orden rige su presencia, lo observa todo, tal vez sea deformación
profesional, le queda poco para acabar psicología, o tal vez sea una curiosidad innata que hace que sus ojos correteen por el paisaje sin detenerse más de dos segundos sobre nada de lo que le rodea. Psicóloga o no, siempre se
le ha dado bien eso de escuchar, aunque su interlocutor sea persona de pocas
palabras. Además, es fácil hacerla reír. Y cuando ríe, Aurora es más aurora que
nunca, es luz que precede a la alegría que tiene dentro y de la que a veces se
olvida, es hermosura en el rostro y, por ende, del alma, pues dicen de aquél
que no es más que un reflejo de ésta.
Así
que atentos, observen a su alrededor y si ven a Aurora párense un momento,
dejen de hacer lo que sea que estén haciendo, pues Aurora es la luz, es el comienzo de algo bueno, es la antesala a la salida del sol.
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