18 de julio de 2012

Aurora


                 Abro el Diccionario estrafalario de Gloria Fuertes y, después de una maravillosa carta de presentación que la autora hace de su propio libro, me encuentro con la ilustración de una “A” gigantesca, muy bien acompañada de un breve texto lírico, y algunos dibujos, que dice así:

«A es para Aurora.
Aurora la niña Aurora
Hace un postre en una hora.
Aurorita abizcochada,
Absorta y acalorada,
Acaramela el pastel.
¿Gusta usted?»

            No estoy por dármelas de interesante, no pensé en el Aurora de Nietzsche, quizá porque todavía no soy filósofo del todo. Me acordé de ella y, todo hay que decirlo, de aquellos alocados pelos y su sonrisa, que hacía que los ojos se le rasgaran levemente.

            Desconozco los motivos, pero suela imaginarla sentada, con las manos posadas en sus piernas, con la impresión de que está relajada, tranquila, aunque sus dedos no paran de moverse, jugueteando unos con otros. Allí, dando la impresión de que el orden rige su presencia, lo observa todo, tal vez sea deformación profesional, le queda poco para acabar psicología, o tal vez sea una curiosidad innata que hace que sus ojos correteen por el paisaje sin detenerse más de dos segundos sobre nada de lo que le rodea. Psicóloga o no, siempre se le ha dado bien eso de escuchar, aunque su interlocutor sea persona de pocas palabras. Además, es fácil hacerla reír. Y cuando ríe, Aurora es más aurora que nunca, es luz que precede a la alegría que tiene dentro y de la que a veces se olvida, es hermosura en el rostro y, por ende, del alma, pues dicen de aquél que no es más que un reflejo de ésta.

            Así que atentos, observen a su alrededor y si ven a Aurora párense un momento, dejen de hacer lo que sea que estén haciendo, pues Aurora es la luz, es el comienzo de algo bueno,  es la antesala a la salida del sol.



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