25 de julio de 2012

Apología del lenguaje


                 Una vez más lo hemos vuelto a hacer. Nosotros, malditos inconformistas, no contentos con decantar la balanza hacia un lado, el de la comodidad, como viene siendo habitual, sobrecargamos el plato, corriendo el riesgo de una ruptura inmediata. No bastaba con tirar del péndulo hacia nosotros, hemos tenido que hacerlo con tanta fuerza que ahora corremos el riesgo de que nos golpee. Estamos haciendo del lenguaje un mero instrumento a nuestro servicio, sometido completamente a los intereses particulares de cada cual, entre los que no tienen cabida ninguno que no implique una devaluación del lenguaje mismo. Reduccionista empresa la nuestra.

            Hemos entrado en la época del “Tú me has entendido”, que justifica cualquier déficit lingüístico y sustituye al “No me sé explicar”, que sería mucho más consecuente con la realidad. Demasiado espacio para la libre interpretación de aquello que intentamos comunicar, quizá porque así podemos culpar al otro de no haber comprendido nada, eximiéndonos nosotros. Somos demasiado vagos para esforzarnos en buscar las palabras que realmente se corresponden a nuestros pensamientos y, no contentos con esto, nos mofamos de aquel que emplea términos extraños a nuestros ensordecidos oídos. ¿Acaso podemos pensar algo fuera de nuestro lenguaje? Hubo quien señaló que los límites del lenguaje de una persona son los límites de su mundo. Quizá ello explique el creciente egocentrismo y egolatría de muchos, pues no me es difícil imaginar que puedan reinar en mundos tan pequeños.

            Una de las mayores pérdidas, en esta maltrecha descompensación de la balanza, es lo que buscaba poner de manifiesto, aunque no sea más que mediante un torpe intento, en el comienzo del artículo. Me refiero a la función estética del lenguaje, a la creación de belleza mediante y en el mismo lenguaje, haciendo de éste un fin en sí mismo. Escribir para la escritura, y no solo a través de ella. Parece que hayamos olvidado, y temo que cada vez estemos más cerca de ello, la fuerza interna que anida en las palabras, su infinita capacidad para hacernos sentir, soñar, para separarnos de la realidad o aferrarnos a ella de la manera más eficaz posible.  Nuestro olvido nos hace vulnerables, pero vivimos en una más que interiorizada apariencia de fortaleza. ¿Vulnerables a qué? A los maltrechos juegos de palabras, eufemismos y mentiras camufladas, con mayor o menor calidad, con los que los políticos, entre otros muchos, aunque éstos sean quiénes más recurren a ellos, nos mantienen ensimismados y nos guían con la docilidad de un animal bien amaestrado. El lenguaje es la correa con la que nos tienen atados, o con la que tratan de atarnos.

            Finalizo esta breve reflexión con un ejemplo de todo lo que estamos destruyendo en nuestros macabros malabares con las palabras. Si no hacemos nada para evitarlo, estamos muy cercanos a la muerte de la mejor combinación de términos jamás hecha, nos hallamos en la última escena que del teatro que es el asesinato de la perfecta unión lingüística, la única capaz de guiñar un ojo a la adversidad, por grande que ésta sea, y mantenernos unidos frente a ella. El «Te quiero» está perdiendo fuerzas, se vacía poco a poco, lo hemos usado tanto y con tan poco sentido que se ha desgastado. No nos engañemos, no se puede querer tanto como parecemos demostrar cuando empleamos la expresión. Hemos querido tanto que ya queremos cualquier cosa, y no sabemos cómo conseguir que entienda nuestro «Te quiero» aquel que de verdad nos importa.

            Así pues, pensemos lo que vamos a decir, digamos lo que pensamos y, ante la duda, un silencio siempre será un preciado tesoro.
            

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