Hemos entrado en la época del “Tú me
has entendido”, que justifica cualquier déficit lingüístico y sustituye al “No
me sé explicar”, que sería mucho más consecuente con la realidad. Demasiado
espacio para la libre interpretación de aquello que intentamos comunicar, quizá
porque así podemos culpar al otro de no haber comprendido nada, eximiéndonos nosotros.
Somos demasiado vagos para esforzarnos en buscar las palabras que realmente se
corresponden a nuestros pensamientos y, no contentos con esto, nos mofamos de
aquel que emplea términos extraños a nuestros ensordecidos oídos. ¿Acaso
podemos pensar algo fuera de nuestro lenguaje? Hubo quien señaló que los
límites del lenguaje de una persona son los límites de su mundo. Quizá ello
explique el creciente egocentrismo y egolatría de muchos, pues no me es difícil
imaginar que puedan reinar en mundos tan pequeños.
Una de las mayores pérdidas, en esta
maltrecha descompensación de la balanza, es lo que buscaba poner de manifiesto,
aunque no sea más que mediante un torpe intento, en el comienzo del artículo.
Me refiero a la función estética del lenguaje, a la creación de belleza mediante y en el mismo lenguaje, haciendo de éste un fin en sí mismo. Escribir
para la escritura, y no solo a través de ella. Parece que hayamos
olvidado, y temo que cada vez estemos más cerca de ello, la fuerza interna que
anida en las palabras, su infinita capacidad para hacernos sentir, soñar, para
separarnos de la realidad o aferrarnos a ella de la manera más eficaz posible. Nuestro olvido nos hace vulnerables, pero
vivimos en una más que interiorizada apariencia de fortaleza. ¿Vulnerables a
qué? A los maltrechos juegos de palabras, eufemismos y mentiras camufladas, con
mayor o menor calidad, con los que los políticos, entre otros muchos, aunque éstos
sean quiénes más recurren a ellos, nos mantienen ensimismados y nos guían con
la docilidad de un animal bien amaestrado. El lenguaje es la correa con la que
nos tienen atados, o con la que tratan de atarnos.
Finalizo esta breve reflexión con un
ejemplo de todo lo que estamos destruyendo en nuestros macabros malabares con
las palabras. Si no hacemos nada para evitarlo, estamos muy cercanos a la
muerte de la mejor combinación de términos jamás hecha, nos hallamos en la
última escena que del teatro que es el asesinato de la perfecta unión
lingüística, la única capaz de guiñar un ojo a la adversidad, por grande que ésta
sea, y mantenernos unidos frente a ella. El «Te quiero» está perdiendo fuerzas,
se vacía poco a poco, lo hemos usado tanto y con tan poco sentido que se ha
desgastado. No nos engañemos, no se puede querer tanto como parecemos demostrar
cuando empleamos la expresión. Hemos querido tanto que ya queremos cualquier
cosa, y no sabemos cómo conseguir que entienda nuestro «Te quiero» aquel que de
verdad nos importa.
Así pues, pensemos lo que vamos a
decir, digamos lo que pensamos y, ante la duda, un silencio siempre será un
preciado tesoro.
Ya te lo dije todo en su momento.
ResponderEliminarFantástico