12 de septiembre de 2010

Pasado


Muy, muy despacio, titubeantes, las manecillas del reloj te indican que el tiempo transcurre calmado, constante, imperturbable, y va dejando tras de sí un rastro difuminado de minutos, días, años, tiempo pasado que se transforma en experiencias y poco a poco, sin dar muestra de su existencia, engrosa suavemente el relato de nuestra vida. Una amalgama de sueños sin cumplir, un cúmulo de ilusiones dispersas, que se fueron perdiendo mientras crecíamos sin percatarnos de ello, sin prestarle demasiada atención.
Mirar atrás, qué difícil cuando nos avergonzamos de nuestro pasado, el orgullo se encuentra tan fuertemente anclado en nosotros que asumir nuestros errores, el daño causado o la vergüenza experimentada supone un lastre con el que muy pocos pueden cargar. Pero olvidar el gran peso que transportamos no hará que desaparezca, buscar personas con el mismo problema no conseguirá que la carga se suavice, poner trabas a nuestra mente para dejar a un lado aquello que fuimos solo conseguirá crearnos intranquilidad e inseguridad, y no hay peor compañero de camino que una mente atormentada. ¿La solución? Cortar las cadenas que permiten que seamos títeres del miedo. ¿El mayor problema? Reconocer que estas existen. Debemos aceptar lo que fuimos para saber lo que somos, pues el presente no es más que la tenue proyección de decisiones pasadas sobre la pequeña pantalla de nuestra vida.
Ya nada importa, las decisiones fueron tomadas, los errores cometidos, ni siquiera merece la pena el mero hecho de cuestionarse sobre cómo seríamos si solamente una de nuestras decisiones hubiera cambiado. No depositemos en nuestro pasado interrogantes de los que nunca podremos conocer las respuestas, no anclemos nuestro presente a un tiempo del que solamente poseemos ligeras sombras como rastro de aquello que fuimos, pensamos o decidimos. Y, especialmente, evitemos sucumbir a los brazos de la autocrítica destructiva, no caigamos en el craso error de recordar únicamente nuestros fallos, las malas decisiones y los momentos de tristeza y lágrimas. Lo que distingue al hombre feliz del triste no son los momentos alegres que ha tenido, sino el centrar su atención y recuerdo sobre dichos momentos.
El tiempo sigue moviendo las agujas del reloj, siendo el alma de este, el aliento que le permite continuar con vida, el que hace que los segundos transcurran incompasiblemente y se conviertan en minutos y estos en horas, en una sucesión de tiempo que nadie puede gobernar. Y sin embargo, a cada uno se nos ha otorgado el ínfimo poder de ejercer un mínimo control sobre este rebelde compañero de viaje del que nadie podrá nunca librarnos. En nosotros reside la voluntad de tratarle como amigo o enemigo, de apoyarnos en él para disfrutar del presente o permitir que nos ahogue en una agobiante existencia basada en el pasado. Y es que, no todo tiempo pasado fue mejor.

1 comentario:

  1. Sí, el tiempo es el que mueve las agujas del reloj, pero muchas veces los relojes se acaban parando y somos nosotros quienes les tenemos que dar cuerda...

    ResponderEliminar